Constatar la abrumadora necesidad de sentido de los seres humanos siempre me impresiona… Un “niño de la calle” congoleño en Kinshasa –a quien echaron de su casa por creer que estaba embrujado–, bregando por salir adelante a sus doce maltratados años, mira fijamente a la cámara de Yann Arthus-Bertrand (en su documental Human) y espeta: “Todos tenemos una misión en el mundo. He de encontrar la mía.”
El escritor francés Emmanuel Carrère, en una entrevista tras publicar su libro El Reino –donde reconstruye y novela los primeros tiempos del cristianismo, a partir sobre todo de las figuras de Pablo de Tarso y el evangelista Lucas–, explica su conversión religiosa al cristianismo (cuando tenía más de treinta años, hace más de veinte) en los siguientes términos: “Me convencí de que esos textos [del Nuevo Testamento] traducían verdades fundamentales que se dirigían personalmente a mí, con la intención de salvarme. Ante cada versículo del Evangelio me preguntaba: ¿Qué intenta decirme Dios?
“Qué intenta decirme Dios a mí” es una pregunta arrasadora, autodestructiva. Pero si logramos despegarnos de verdad del narcisismo (personal y de especie), y nos damos cuenta de que en realidad no hay tal mí del que estar tan pendientes (ni somos una especie/ un pueblo/ una nación elegida), entonces pueden abrirse espacios de liberación. Espacios donde resuenen todas las preguntas y todas las respuestas, y donde el acceso a la paz quede franco gracias a la compasión.