En el mundo humano, ubicuidad de la incertidumbre (incertidumbre cognitiva, a la que se suma la incertidumbre sobre los resultados de nuestra acción); y también ubicuidad de los fenómenos de poder.
Partimos de la confusión, del desarraigo, de nuestro tantear en la oscuridad. Y desde ahí, se diría, dos grandes vías:
- o bien lograr uno imponerse mediante persuasión irracional o mediante fuerza frente a los otros, o bien
- tratar de ponernos en claro ayudándonos unos a otros; tratar de crear entre todos un terreno común, un logos común no identificado con ninguna de las personas participantes. Ello supondría, de alguna forma, que emerja una “tercera persona impersonal” dispuesta a abdicar de la dominación.
Lo más importante de la filosofía práctica ¿no consistiría en la renuncia a la dominación? Pero si admitimos eso ¿no atribuimos al filósofo una aspiración a la santidad?
Renunciar a dominar ahí donde podríamos hacerlo: a quienes así se autocontienen los hemos llamado, en varias culturas y tradiciones, los justos. A eso lo podemos llamar santidad.
Pero ¿qué es la santidad sino la versión religiosa de aquello que, a su manera laica, formuló Sigmund Freud como lo necesario imposible? Psicoanalizar, gobernar, educar; la democracia, la autogestión, la renuncia a la dominación –¿no son todas ellas irrenunciables tareas que podemos situar bajo el signo de lo imposible necesario?