Quizá el único objetivo digno que cabe proponerse es ser santo.
Cuidado, no estoy diciendo: ser yo un santo. Ése sería un ejemplo de libro de objetivo autofrustrado, de contraproductividad. Pues, por una parte, en la misma medida en que yo creyese ser o poder aproximarme a ser un santo, estaría alejándome de ese objetivo (el viejísimo pecado de soberbia que tan bien han identificado los buscadores espirituales de todas las culturas). Y por otra parte, si hubiese santidad no existiría un ego como soporte de la misma: a las notas definitorias de la santidad pertenece precisamente la disolución o superación del ego.
Así que el objetivo digno podría reformularse como “que haya santos”, o mejor todavía: que exista santidad. Podemos decir “que exista santidad” de la misma manera que decimos “que exista comunidad”: serían objetivos de rango equivalente.
Esta noción de santidad se vincula, creo, con aquella otra –tan importante para mí desde hace años— de lo necesario imposible. Que haya santidad: que superemos la dominación y la crueldad, que escapemos de la trampa de los fines pervertidos por los medios, que nos abstengamos de todo daño innecesario a cualquier ser vivo, que el ser humano sea sagrado para el ser humano. Eso que buscaron Buda, Jesús o Gandhi. Nada más y nada menos.
La cuestión, claro, es que para ello hace falta, de alguna forma, fracturar al sujeto humano y recomponerlo otra vez… ¡Qué proceso tan violento! Manuel Sacristán no se arredraba ante un término como conversión (expresado en términos que lo hacen aceptable para santos marxistas laicos –como el que él mismo fue, en mi modesta opinión):
“Todos estos problemas tienen un denominador común, que es la transformación de la vida cotidiana y de la consciencia de la vida cotidiana. Un sujeto que no sea ni opresor de la mujer, ni violento culturalmente, ni destructor de la naturaleza, no nos engañemos, es un individuo que tiene que haber sufrido un cambio importante. Si les parece, para llamarles la atención, aunque sea un poco provocador: tiene que ser un individuo que haya experimentado lo que en las tradiciones religiosas se llamaba una conversión. (…) Mientras la gente siga pensando que tener un automóvil es fundamental, esa gente es incapaz de construir una sociedad comunista, una sociedad no opresora, una sociedad pacífica y una sociedad no destructora de la naturaleza.”[1]
[1] Manuel Sacristán: conferencia “Tradición marxista y nuevos problemas” (Sabadell, 3 de noviembre de 1983), ahora en Seis conferencias –Sobre la tradición marxista y los nuevos problemas, edición de Salvador López Arnal, Los Libros del Viejo Topo, Barcelona 2005. Vale la pena recordar que este tema de la “conversión” ocupaba también a Cornelius Castoriadis, más o menos por los mismos años que a Sacristán. Así, el pensador griego (o greco-francés, si se quiere) evocaba la instauración de una verdadera democracia como “tranformación radical de lo que los seres humanos consideran importante y sin importancia, valioso y sin valor, en una palabra, una transformación psíquica y antropológica profunda, y con la creación paralela de nuevas formas de vida y de nuevas significaciones en todos los dominios.” Y seguía: “Tal vez estamos muy lejos de ello, tal vez no. La transformación social e histórica más importante de la época contemporánea, que todos hemos podido observar durante la última década, pues fue entonces cuando se hizo verdaderamente manifiesta, pero que se encontraba en curso desde hacía tres cuartos de siglo, no es la revolución rusa ni la revolución burocrática en China, sino el cambio de la situación de la mujer y de su papel en la sociedad” (Castoriadis, “Reflexiones sobre el desarrollo y la racionalidad”, en Jacques Attali, Cornelius Castoriadis, Jean-Marie Domenach y otros: El mito del desarrollo, Kairós, Barcelona 1980, p. 216).