Sociofobia, o: por qué tenemos grandes problemas con la socialidad humana tanto en el capitalismo del mundo real como en la tecnoutopía «postpolítica» de los creyentes en la World Wide Web. Un lúcido ensayo de César Rendueles contra el ciberfetichismo, que propone también reflexiones de mucho valor para las orientaciones políticas del presente. Altamente recomendable, diría yo…
El blog de C.R. relacionado con este libro: http://espejismosdigitales.wordpress.com/
———————————————-
Una reseña de Vicente Luis Mora:
http://vicenteluismora.blogspot.com.es/2013/10/sobre-sociofobia-de-cesar-rendueles.html
—————————————————
«La verdadera enfermedad es la rebaja de nuestras expectativas políticas.” Diálogo |
Ernesto Castro · César Rendueles · · · · |
15/09/13 |
Ernesto Castro, amigo y colaborador de SinPermiso, dialogó con César Rendueles, autor de libro, recientemente publicado, Sociofobia (Madrid, Capitán Swing, 2013).
ERNESTO CASTRO. Sociofobia, como el malo de Batman, tiene dos caras. Una primera ceñuda y adusta que arremete contra el ciberutopismo, y una segunda que propone con rostro amable un modelo distinto de socialismo. A lo largo del libro justificas esta asociación/enemistad diciendo que las utopías digitales son, valga la redundancia, la consumación del consumismo. ¿No exageras un poco sobre este punto? Quiero decir, muy pocas cosas escapan hoy a la dinámica igualitaria del deseo, cuya tendencia consiste en equiparar en términos comerciales la necesidad y el gusto bajo el rótulo de las preferencias personales. Ilustra muy bien este punto el ejemplo de la asamblea vecinal del 15-M que debate entre celebrar las reuniones el sábado por la tarde (inviable para los papas y las mamas) o hacerlo de buena mañana (inviable para los del friday night fever). «Lo que me llamó la atención fue que los jóvenes sin hijos parecían pensar que cuidar de un niño es una opción más entre otras», señalas.
Y tienes razón. Las redes sociales secundan esta tendencia, aunque algunas permiten discriminar círculos concéntricos de interés, muchas sitúan a tus allegados a un click de distancia de Johnnie Walker. Debería ser una fuente de dilemas morales el trabajar gratis para las agencias de publicidad (y para la CIA) subiendo información confidencial a Facebook. Pero no es así. Y no es así porque bajo el usufructo privado del pageranking pervive cierta apariencia de donación gratuita. A diferencia de lo sucedido en la guardería israelí que mencionas en Sociofobia, donde la penalización crematística de quienes recogen tarde a sus hijos termina convirtiendo la puntualidad en algo que Mastercard puede comprar, los $$$ no han hecho de la Web 2.0 un lugar menos grato, salvo por la incómoda publicidad de YouTube.
Así pues, teniendo en cuenta el variado catálogo de fenómenos consumistas que relativizan la importancia económica y psicológica del cuidado, verdadero basamento de tu propuesta, ¿por qué esta manía con Internet? Las redes sociales quizá no generen comunidad o revolución ex nihilo, pero permiten mantener el contacto a distancia, son un avance hacia la sociabilidad comparadas con la televisión, por mucho que la actividad online mayoritaria consista en ver el porno y las series de la caja tonta. ¿Es que el socialismo rendueleano carece de mejores enemigos políticos que este inofensivo potlach internauta?
CESAR RENDUELES. Bueno, no tengo nada en contra de internet ni de ninguna máquina en particular, salvo los todoterreno, algunas armas y el vocoder. En realidad, diría que soy bastante receptivo a la capacidad de la tecnología para potenciar cambios sociales valiosos. Es una vieja idea marxista. A Marx le escandalizaba que el capitalismo desaprovechara las posibilidades tecnológicas que él mismo desarrolla. O sea, inventamos chismes que permiten trabajar menos y crear riqueza de sobra y los convertimos en fuentes de extraños problemas, como el desempleo y la sobreacumulación. En el caso de los bienes digitales, que se pueden reproducir casi sin coste, la cosa es aún más escandalosa. Pero a Marx nunca se la pasó por la cabeza que la propia tecnología fuera en sí misma liberadora. En cambio, hoy mucha gente cree que la salida a los distintos dilemas a los que nos enfrentamos pasa por alguna clase de transformación tecnológica o cognitiva: producir software en vez de carbón, hackear en vez de sindicarse, ligar en badoo en vez de en un bar…
Aún así, ni siquiera creo que esas ilusiones tecnófilas sean en sí mismas particularmente graves. Sí, hay gente a la que le gusta la cacharrería digital más que a un tonto un transistor, ¿y qué? El ciberfectichismo es un síntoma irritante pero relativamente benigno de un problema mucho más importante, que es la rebaja de nuestras expectativas políticas. Me refiero a que no damos un duro por nuestro sistema político o nuestro modelo económico, pero somos incapaces de asumir el tipo de compromiso necesario para transformarlos. Nos da pánico la deliberación política, la necesidad de llegar a acuerdos –o de gestionar nuestros conflictos– con los demás. Así que buscamos desesperadamente automatismos que nos libren de afrontar ese infierno interpersonal. El ciberfetichismo cumple esa función. No es el único mecanismo social que lo hace, claro, pero sí seguramente el más consensual en este momento.
En definitiva, creo que la crítica de la ideología tecnológica puede ayudar a entender algunos de los límites ideológicos a los que se enfrenta hoy la democracia radical. Un corolario de esa crítica, como apuntas, es que las tecnologías de la comunicación no son tan importantes. Sin ningún genero de dudas no lo son económicamente y seguramente tampoco lo son socialmente. Por ejemplo, a pesar de las monsergas buenrollistas sobre la brecha digital, la verdad es que los pobres pasan más tiempo delante de la pantalla del ordenador que los ricos. Las relaciones cara a cara son cada vez más un bien valioso y escaso acaparado por las élites, como sabe cualquiera que haya enviado un curriculum a una dirección de email corporativa. Lo que hacen los medios digitales es producir una sensación de conectividad generalizada que es fácil de confundir con una especie de igualdad de oportunidades. Pero tus followers no te van a librar del paro, tu compi del Colegio del Pilar sí.
EC. A la hora de desestimar las falsas esperanzas del ciberutopismo recurres a varias estrategias argumentativas calcadas del pensamiento conservador. Viene siendo habitual entre los conservadores el tomarse muy en serio las declaraciones de boquilla de los tecnófilos para luego desechar sus desmedidas pretensiones a golpe de ironía y sentido común, las dos grandes bazas de Sociofobia. Las buenas nuevas sobre Internet, conforme a estas premisas, o no son nuevas o no son buenas. Wikipedia sería «parasitaria de instituciones académicas tradicionales con una organización convencional», argumentas utilizando un apelativo recurrente en tu escritura: casi todo lo bueno de la Web 2.0 sería, según sueles decir, un parásito de alguna realidad analógica anterior.
Claro que esta metáfora biológica resulta contagiosa. ¿Acaso los redactores de la Encyclopédie no parasitaron de las instituciones eclesiásticas donde aprendieron a leer y escribir? Me dirás que Jimmy Wales necesita de la caridad altruista de sus lectores para sobrevivir, mientras que Diderot pudo hasta salir de la cárcel gracias al mecanismo de suscripciones que construyó entorno suyo. Aquí entra en juego el clásico problema liberal –para nada baladí– de cómo hacer $$$ online, o en su variante de izquierdas, de cómo construir instituciones cibernéticas sostenibles. ¿Acaso resulta imposible tal cosa? Tiendo a pensar que Internet no depende solo del altruismo, su futuro parece asegurado por las fuerzas del status ególatra, pero quizá tengas razón y no podamos convivir sin normas, esto es, sin directrices cuya observancia trascienda cualquier motivación. Ahora bien, para gestionar los bienes comunes, ¿por qué no bastan los compromisos negativos? Dices que las relaciones comunitarias son necesarias, que las restricciones sobre la iniciativa individual son insuficientes, que no hay commons sin igualdad y/o dependencia. Como diría Mourinho: ¿por qué?
Ya puestos a levantar instituciones duraderas, ¿por qué prefieres una comunidad cuya perpetuación descansa sobre motivos humanos, demasiado humanos comparados con los intereses y las preferencias que el mecanismo punitivo de las sociedades modernas amenaza a diario? Buena puede ser la disuasión punitiva autoritaria, a falta de entendimiento comunitario, en vistas a solucionar los dilemas del prisionero colectivos que nuestra generación tiene que afrontar, ¿no crees? No veo cómo las relaciones personales profundas podrán solucionar mejor los problemas de depredación ecológica, por ejemplo, allí donde podemos utilizar los aparatos coercitivos estatales (impuesto ecológico) y los mecanismos de mercado (trasladar los costes ambientales a los precios).
CR. A pesar de las apariencias, no soy nada nostálgico de las relaciones densas y duraderas típicas de las sociedades tradicionales. Las familias extendidas a menudo han fomentado relaciones de dependencia personal basadas en el sometimiento. Cierto tipo de invididualismo –la idea de entender la propia vida como un proyecto que cada uno tiene la responsabilidad de cultivar– me parece una herencia ética moderna importante. Personalmente me siento cómodo en las sociedades complejas y no me disgusta el anonimato de las grandes ciudades.
Pero es cierto que la fragilización de las relaciones sociales supone un límite importante para casi cualquier proyecto de cambio político que queramos emprender, sean grandes procesos constituyentes o el día a día de nuestra vida en común. Ningún sistema de apoyo mutuo puede subsistir si depende de la motivación individual. Si los bebés tuvieran que esperar a que a sus padres les apeteciera cambiar sus pañales o darles la papilla, no sobrevivirían ni una semana. Lo que conseguían los sistemas de normas tradicionales es limitar las ocasiones en las que nos hacemos la pregunta, ¿quiero cooperar o seré un gorrón?
La gestión política de las sociedades complejas apenas cuenta con esa malla interpersonal que nos vincula mutuamente. Para suplirla, desde hace un par de siglos hemos recurrido básicamente a dos dispositivos. El primero es alguna clase de coordinación espontánea, como la que se da en el mercado. La segunda es la autoridad burocrática. Ambas son muy poco simpáticas, pero estoy de acuerdo en que si se entienden como herramientas limitadas no tienen por qué ser negativas. Sin embargo, para que sean eficaces y amigables necesitan estar vertebradas por vínculos personales que las vertebren y eviten que se descontrolen. Es verdad que el panadero no me vende el pan por su buen corazón, pero si un día llego a su tienda y veo que se ha caído al suelo y se ha roto una pierna y me limito a decir «vaya, así que hoy no me va a poder atender» y me largo a la panadería de enfrente, seguramente nuestras relaciones comerciales –no sólo las personales– se verán resentidas. Y lo mismo ocurre con la burocracia: si no está atravesada por compromisos personales resulta no sólo despótica, también ineficaz.
Así que la cuestión es que, siguiendo con el ejemplo que planteas, instituir los mecanismos burocráticos o mercantiles necesarios para limitar eficazmente la depredación ecológica puede ser muy difícil sin una red de normas tupida. Y lo mismo pasa con otros elementos de los estados contemporáneos, como la separación de poderes o la libertad de prensa. Creo, por ejemplo, que la base de una representación política legítima es que los representantes se comprometan a ser evaluados efectiva, y no sólo retóricamente, por sus electores. La esencia de la representación es la obligación de justificarse ante los representados. Es muy difícil que ese proceso de evaluación desde abajo se pueda reducir a un conjunto de procedimientos abstractos –nuestras democracias formales son el mejor ejemplo de ello–, más bien precisa de un fuerte compromiso por parte de las personas implicadas.
El problema de todo esto es que parece imposible conjugar la ética individualista moderna con un tejido normativo denso. No podemos medir dos tacitas de comunidad y una pizca de individualismo y hacer una combinación que nos agrade. Una vez que empezamos a pensar como individuos todo se transforma. Es como si estuviéramos condenados a elegir entre comunidades potencialmente opresoras y un individualismo autodestructivo. Creo que los revolucionarios del pasado siglo intuyeron este problema pero no se atrevieron a plantearlo explícitamente. Eran muy conscientes de los lastres de la tradición, pero sus propias organizaciones surgieron de una dinámica de apoyo mutuo y compromiso no condicional.
Lo que pretendía denunciar en Sociofobia es que las tecnologías de la comunicación no han solucionado este dilema, aunque a menudo se nos diga que sí. Al contrario, lo han exacerbado. No hay un vínculo social al mismo tiempo poderoso y electivo propio de las redes contemporáneas. Tal vez el término «parásito» no sea el más apropiado para expresar esa idea, porque tiene connotaciones muy negativas. Que un proyecto tan extraordinario como Wikipedia se parezca en parte a una enciclopedia convencional es algo bueno. Significa que ha conseguido incorporar a muchísima gente a una tarea, la edición, que me importa y a la que he dedicado una cantidad obscena de horas. Y eso me resulta mucho más interesante que las elucubraciones mantecosas sobre la mente colmena y el neuromagma digital.
EC. Valorar la dependencia como un hecho social y respetar el carácter contingente de nuestra racionalidad práctica quizá sean las dos grandes apuestas normativas de Sociofobia. Sobre lo segundo dices: «Tendemos a pensar en la dependencia de un modo similar a como los liberales imaginan la igualdad. No creen que sea algo malo, pero no la consideran ni una fuente de obligaciones ni una situación estable. En todo caso, es un punto de partida de la libertad personal.» En verdad, resulta bastante extraño considerar la dependencia en términos distintos. Entiendo que la igualdad tenga valor propio, pues los principios de justicia distributiva suelen favorecer, ceteris paribus, el reparto equitativo de las cargas y los bienes. Las situaciones de dependencia, por el contrario, cuando no un simple atentado contra la autonomía, me parecen un efecto lateral (¿indeseable?) del intercambio. Que alguien tenga que pedir permiso para vivir, ya sabes a qué pasaje marxiano me refiero, no me parece una condición existencial harto feliz.
Responderás que la dependencia recíproca «no es eso, no es eso», como dijera Ortega y Gasset, dadas ciertas condiciones comunitarias ideales. Sea como fuere, todo esto sigue teniendo resonancias a coartada kissengeriana: «Estados Unidos depende de los plátanos de Costa Rica; Costa Rica de los ordenadores de Estados Unidos.» La búsqueda de la autarquía, tanto la individual como la colectiva, puede suponer el suicidio; ahí estamos de acuerdo. Pero de ahí a subordinar la fraternidad bajo la dependencia, como a veces sugiere Sociofobia, hay un buen trecho. Quien ha estado enamorado lo sabe: incluso bajo una relativa igualdad y cuidado mutuo, construir un nosotros bajo el signo de la comunidad dependiente se parece más a tener una esclavitud compartida que otra cosa. Llámame hobbesiano, pero me convence y me estimula mucho más la voluntaria asociación de sujetos independientes, por quimérica y de derechas que sea.
CR. Bueno, la dependencia mutua no es exactamente una opción. Es una realidad antropológica insoslayable. Todos los seres humanos son completamente dependientes durante muchos años de infancia, muchos lo vuelven a ser de forma temporal o permanente en algún momento. El resto de nuestra vida solemos cuidar y ser cuidados simultáneamente y en distinto grado: cocinamos, limpiamos, acompañamos, vigilamos, curamos, educamos, consolamos… y recibimos todas esas atenciones. Los estudios econométricos sobre este trabajo no remunerado son fascinantes. Muestran que los cuidados mutuos es un elemento esencial de cualquier sociedad moderna, más que cualquier industria, pese a que es prácticamente invisible en términos económicos, políticos y simbólicos. Por ejemplo, lo único que la tradición filosófica ha tenido que decir en veinticinco siglos sobre el cuidado de los niños son las profusas chorradas de un ególatra suizo que entregó a todos sus hijos a un orfanato. Así que, en primer lugar, cualquier proyecto ético se recorta sobre esa realidad material. Puedes ser todo lo hobbesiano que quieras, pero no te vas a librar de ella.
Para mí fue un descubrimiento importante entender que el cuidado podía ser una fuente de realización personal, y no sólo de sometimiento. Es algo que mi generación, la primera educada completamente en el hiperconsumismo, ha entendido tarde y mal. Nos ha pasado un poco lo que al Fausto de Goethe. Ya sabes, Fausto busca satisfacer su ambición con conocimiento, sexo, experiencias vitales, transformando el mundo… Pero nada, sigue igual de insatisfecho. Dan ganas de gritarle: «tío, cómprate un perro». Porque, es curioso, lo único con lo que no prueba es a cuidar y ser cuidado, tal vez formando parte de una de las sociedades de apoyo mutuo de trabajadores que en la época de Goethe empezaban a prosperar.
El cuidado mutuo es una de las vías más importantes de las que disponemos para reparar nuestras vidas dañadas. No me refiero a esas majaderías cursis sobre lo gratificante que es atender a los demás. Muchísimas veces no lo es en absoluto; es agobiante e increíblemente cansado (la paternidad me ha enseñado que es posible vivir sin dormir). Básicamente, creo que hay formas de vivir plenamente las capacidades individuales propias de las distintas situaciones de dependencia mutua. A algo de eso se refería Marx con lo de «a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades». La ética del cuidado tiene un engranaje interesante con los proyectos de emancipación política. Nos puede ayudar a pensar en qué puede consistir la fraternidad, ese valor republicano eclipsado del que hablaba Toni Domenech en un libro buenísimo. Porque, si te paras a pensarlo, hoy la fraternidad resulta una idea bastante oscura, suena un poco a club de veteranos de guerra o de ultras de fútbol. Yo diría que era una forma de denominar una búsqueda de formas emancipadas de apoyo mutuo, de ensayar cómo cuidarnos los unos a los otros sin someternos. El comunitarismo es una pésima opción en ese sentido. Primero porque a menudo es opresor y segundo porque ya no está a nuestro alcance. Las pequeñas comunidades tradicionales prácticamente han desaparecido… tal vez por suerte. El cuidado no: es una realidad demasiado básica y, por eso mismo, muy plástica. El cuidado exige un fuerte compromiso pero es compatible con amplias dosis de libertad individual. Por eso es la base material de cualquier proyecto de construcción ética.
EC. Tengo que decir, sin voluntad alguna de mentir o pelotear, que Sociofobia está muy bien escrita. El libro tiene algunos pasajes marxistas emotivos (cuando recuerdas que El Capital se deshace en elogios a los inspectores de trabajo por hacer de las esperanzas socialistas una realidad cotidiana, una verdad concreta), seguidos de ejemplos personales hilarantes (como el manifestante antifranquista que siendo apaleado por los grises se exculpa a grito de «Pero que yo no quiero libertad»), acompañados finalmente por guiños varios a la cultura popular y chistes malos hasta decir basta. Una fórmula de redacción ensayística que juzgábamos monopolio inexpugnable de charlacanes como Slavoj Zizek, pero que tú depuras de toda la jerga y consigues además combinarla con datos empíricos y lecturas científicas, por decirlo de algún modo.
Una pregunta con trampa: si tuvieras que elegir entre los economistas neoclásicos, los psicólogos experimentales y los sociólogos prometéicos que tanto criticas o los opinadores de blandiblú que apenas citas pero que —intuimos— se aproximan a las intuiciones antropológicas y a la contingencia pragmática defendidas en Sociofobia, no me digas que te llevarías los volúmenes de los segundos a una isla desierta, que mi pequeño corazón ilustrado llorará mucho tiempo en silencio, y tú además perderás la oportunidad de realizar una robinsonada de padre muy señor mío.
Ahora en serio, ¿de verdad crees que rebajar el aparato formal de nuestras mejores teorías redundará en beneficio de una mayor capacidad explicativa? Porque yo no. El camino a recorrer, ¿no debería ser el contrario? En lugar de rebajar nuestros estándares de verificación científica, dotar de coherencia matemática a aquellas propuestas heterodoxas que consideremos más prometedoras, ¿no suena mucho mejor que consultar vaguedades divulgativas hasta que salgan canas en los huevos? Sin ánimo de ofender.
CR. Soy muy escéptico respecto a la capacidad teórica de las ciencias sociales. Mucha gente opina hoy que preguntar a un economista ortodoxo es ligeramente menos fiable que escrutar las vísceras de un ave. Hemos pagado muchos miles de millones de euros para descubrir esa sencilla verdad epistemológica, cuando seguramente para ese viaje no hacían falta alforjas. Por ejemplo, a lo largo del último siglo la presencia de economistas en los gobiernos no sólo no ha mejorado la gestión pública sino que casi siempre la ha empeorado. Los programas más exitosos de desarrollo económico no han sido impulsados por economistas profesionales sino por ingenieros, médicos o incluso, que Dios me perdone, abogados. Es un resultado que se puede extrapolar a todas las disciplinas cubiertas por las ciencias sociales. Con frecuencia los amateurs obtienen mejores resultados prácticos que los profesionales de la pedagogía, la psicología, la sociología, la economía, la antropología…
Eso no significa que no exista conocimiento en esos ámbitos, que todo de igual y que estudiar sociología o psicología sea una pérdida de tiempo. Lo que pasa es que es un conocimiento distinto del que desarrollan los científicos. Es un saber cotidiano, como el que utilizamos al cocinar, o al escribir correctamente, o al educar a un niño. Hay gente que escribe o cocina o cuida mejor que otra, y son áreas donde se producen importantes progresos cognoscitivos. Pero es imposible sistematizar esas habilidades en un conjunto de teoremas con los que podamos operar para obtener resultados novedosos y empíricamente significativos. Yo diría que esto es básicamente lo contrario de lo que suelen plantear los autores de libros de divulgación, al menos los más fofos, que regurgitan vaguedades a mansalva amparados en supuestas bases científicas.
Creo que los científicos sociales que mejor han entendido estas limitaciones han sido los historiadores. Es significativo que cuando se discute sobre ciencias sociales casi nunca se menciona la historia. Los historiadores resultan un poco anticuados, siempre enterrados en archivos y legajos, frente a los economistas y los psicólogos, que parecen los listos y modernos del gremio con sus simbolitos aritmomorfos. Yo lo veo exactamente al revés. Los historiadores nos han mostrado lo que da de sí la ciencia social, ni más ni menos. Para mí los mejores libros de ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX son los de E.P. Thompson, Hobsbawm, Braudel, Sainte-Croix o Brenner, no los de Olson o Lévi-Strauss.
La mayor parte de la teoría social más prestigiosa se reduce a especulación bituminosa o análisis formales con una remota conexión con la realidad empírica. No lo digo en tono peyorativo. Me he dedicado a la filosofía la mayor parte de mi vida adulta, así que tengo amplias tragaderas para la metafísica y la lógica. No creo que los descubrimientos de la psicología cognitiva reciente añadan grandes novedades a la filosofía moral clásica o, si me apuras, a las intuiciones recogidas en el refranero español. La intensionalidad de la preferencia, por ejemplo, viene a ser una formulación refinada de «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Pero es cierto que las escenificaciones experimentales permiten entender estas cuestiones con mucha más precisión y por eso son útiles para reflexionar. Lo mismo pasa con la teoría de elección racional. Es un ejercicio de lógica que describe básicamente como no son las cosas. A alguna gente retorcida, como yo, eso nos ayuda a pensar. Pero no se me ocurre confundir eso con la ciencia social, que más bien debería hablar de cómo son las cosas en realidad. Así que, sí, a una isla desierta me llevaría textos de Thomas Schelling o de Arrow, pero mayormente porque no me gustan los sudokus y no sé jugar al ajedrez.
EC. La música cobra cierto protagonismo en Sociofobia. En un momento mencionas el hardcore y el northen soul, modelos de cooperación comunitaria alternativa, y luego señalas a renglón seguido que los sistemas de intecambio gratuito de documentos audiovisuales en Internet siguen siendo «parasitarios» —¡quia!— de las escenas musicales locales. ¿Y qué me dices del nomadismo de Boiler Room? Vale que los DJs pinchan en lugares físicos concretos, los humanos tenemos la desgracia de vivir en 3D, pero podría mencionar varios géneros musicales que nacen en un sitio y se escuchan sobre todo en otro, como el psytrance o el goa trance, de orígenes indios y recepción europea. Luego tienes cosas como el IDM, que no está hecho para el club, cuyo lugar de reunión fue Warp Records. O el brostep, esas melodías armónicas de chatarrero con franquicia en UKF, la página de YouTube. Y en general la creación de gustos musicales en torno a sellos o webs como Resident Advisor confiere un tufillo viejuno, si me permites el calificativo, a tu juicio sobre los parásitos culturales digitales.
Mucho más polémicas y perspicuas me parecen tus observaciones contra la hegemonía auditiva del hipsterismo occidental. Copio tus palabras: «Las páginas de tendencia de los grandes medios publicitan hasta la náusea las tendencias de los grandes medios, aunque su recepción en nuestra país sea muy minoritaria. […] Estilos musicales apreciados por los inmigrantes como el raeggaetón, el kuduro o la cumbia, son considerados por los críticos como un pozo de degradación estética y sexismo. Es comprensible que a los aficionados a la música abstracta, digamos Stockhausen, les parezca que la música popular contemporánea es chusca y poco elaborada. No es el caso de la mayor parte de los críticos musicales, siempre receptivos a obras de aspiraciones irónicas poco innovadoras y mal tocadas si vienen avaladas por el New Musical Express.»
¿Algo que añadir a estas saetas envenenadas? ¿Es el elitismo rampante algo propio de las artes plásticas, escénicas y musicales o también sucede con los productos culturales audiovisuales, donde parece que por el momento están igualadas las fuerzas de la distinción (digamos Carlos Losilla) y las huestes plebeyas (digamos Carlos Boyero)?
CR. Uso la música como ejemplo porque me parece que es una fuente de experiencias estéticas que a mucha gente le resulta cercana. Pero mi conocimiento de la música popular contemporánea es más bien marginal y estoy perfectamente dispuesto a rectificar las inexactitudes que haya cometido. No obstante, yo no me refería tanto a la creación de gustos, que son relativamente fluidos, como a la aparición de escenas que vertebran la vida de mucha gente. Me sigue asombrando el modo en que la música popular consigue implicarnos en proyectos que son un fin en sí mismos de una manera que ya casi nada lo hace. Me resulta difícil creer que una página de youtube pueda sustituir al tipo de relación continuada entre grupos, distribuidoras, fanzines y público que para miles de jóvenes ha sido prácticamente una forma de vida. En ese sentido, entiendo algunos aspectos de la música popular como una intervención estética similar a la práctica del deporte, que me interesa mucho más que la mayor parte de los artefactos culturales. Hay algo liberador en la experiencia de esa gente que en pleno invierno se levanta a las seis de la mañana para correr quince kilómetros antes de ir a trabajar a un supermercado, de esos oficinistas que cada viernes se abalanzan a sus coches para buscar montañas que escalar durante el fin de semana. Todo ello absolutamente para nada, como casi todas las cosas realmente importantes.
El asunto del elitismo es bastante resbaladizo. El mundo de la cultura está completamente enfermo de clasismo. Pero también es importante distinguir entre el elitismo y la legitimidad de la crítica, que me parece irrenunciable. Me refiero a que la actividad estética, toda, implica de suyo procesos de evaluación. Ya sea para distinguir entre Julio Iglesias y El Puma –y tal vez preferir a uno sobre otro– o entre Bartok y Messiaen. Lo que la crítica cultural puede aportar, en mi opinión, son tentativas de argumentación. Durante algún tiempo me dedique a hacer reseñas de libros. Me impuse la condición de que cada reseña debía incluir al menos un razonamiento que se pudiera discutir. Quería evitar a toda costa que se convirtieran en una mera demostración de gustos personales. Cuando leí La distinción de Bourdieu me quedé perplejo al comprobar que a todos los idiotas con estudios universitarios nos gustaba exactamente lo mismo: la fotografía en blanco y negro, los paisajes industriales, las disonancias musicales, etc. Por eso me fascinan esos editores que te dicen «yo sólo publico lo que siento». Y les parece que así están haciendo mejor su trabajo. Yo desconfío bastante de lo que siento. Imagino que será, en buena medida, el eco de mi posición social.
Ernesto Castro es autor de Contra la postmodernidad (Alpha Decay, 2011). César Rendueles acaba de publicar Sociofobia en la editorial madrileña Capitán Swing.
———————————–
EL CIBERFETICHISMO Y LAS ALMAS BELLAS, por CÉSAR RENDUELES
En la Fenomenología del espíritu Hegel explica que las almas bellas son esas personas que para preservar su pureza de corazón renuncian a intervenir en un mundo sucio y complejo que inevitablemente mancilla la imagen de grandeza moral que tienen de sí mismas. Es una idea inquietante. En parte porque la mayor parte de los lectores que logran alcanzar las páginas finales de ese ensayo narcótico tienen la sospecha de encajar en el prototipo de alma bella. Pero, sobre todo, porque nos recuerda una tensión muy característica de la modernidad: el pánico a la intervención política en los términos de libertad e igualdad que hemos establecido como su condición de legitimidad.
Confiese. Usted también se ha preguntado cómo es posible que su voto valga lo mismo que el de esa gente. Hablo del conductor que ha estado a punto de matarle en un adelantamiento. De la anciana que se cuela en la caja del supermercado. Del fontanero con-IVA-o-sin-IVA. Hablo de… sí, de cada uno de nosotros, en realidad. La presuposición que subyace a la democracia es escandalosa. La deliberación política en común es aterradora.
Una venerable tradición liberal ha entendido el mundo de los negocios como una especie de ortopedia institucional para afrontar esta sociofobia secular. Montesquieu creía que el mercado podía ser una fuente sistemática de relaciones sociales cordiales y apacibles. No era ningún ingenuo. Sabía que el comercio es incompatible con el tipo de virtud pública más elevada, pero al menos reduce el derramamiento de sangre. Es una tesis exótica, en realidad. Como si cierto nivel de autoengaño fuera la única solución a la hostilidad generalizada.
Cuando una delegación lacedemonia acudió a la corte de Ciro a advertirle que Esparta tomaría represalias si atacaba a los griegos, el rey persa respondió que no se sentía intimidado por un pueblo que había habilitado en sus ciudades un espacio –el mercado– para engañarse los unos a los otros. Veinticinco siglos después, Milton Friedman proponía limitar la necesidad de acuerdo político extendiendo al máximo las relaciones mercantiles. Creía que así se evitaba someter a las sociedades complejas a más tensiones de las que eran capaces de soportar… La pastilla azul, gracias.
Para la modernidad el intercambio comercial ha sido una especie de exoesqueleto que corrige la sociabilidad tumultuosa, esa viscosidad antropológica que nos condena al conflicto familiar, religioso, étnico o político. Los resultados han sido pobres, por decirlo diplomáticamente. El mercado es un ambiente extremo que recuerda más a una bota malaya que al Dr Scholl’s. Un par de guerras mundiales, dictaduras atroces, niveles aberrantes de desigualdad… business as usual.
Internet ha venido a llenar el hueco ideológico que ha dejado el mercado en la era del capitalismo de casino. Cada vez es más habitual describir toda clase de dinámicas personales y colectivas mediante analogías con el tipo de contacto que establecemos en las redes de comunicaciones. El cemento de nuestras sociedades, nos dicen los tecnólogos de guardia, se fragua en el espacio digital. La red es la nueva mano invisible que reúne a individuos autónomos sin otra relación que sus intereses compartidos. Como antes el mercado, urbaniza la comunidad librándola de residuos atávicos. Nada de chamanes ni patriarcas, apenas unos cuantos community managers.
El ciberfetichismo es la creencia desesperada en la capacidad de las tecnologías de la comunicación para incrementar y depurar los vínculos sociales. Más que el opio del pueblo, es la pasta base de las almas bellas. Ya ni siquiera es preciso ensuciarse las manos con dinero para conseguir los efectos que buscaba Montesquieu. La sociedad es eso que pasa cuando la suave luz de un monitor ilumina nuestras caras.
Mejor aún. Los corazones puros al fin pueden acceder a un éxito mundano que no degrada su generosa concepción de sí mismos. Adolescentes expertos en informática que piensan que convenio colectivo es un grupo de rap se hacen millonarios gracias a esa forma enajenada de especulación financiera llamada economía del conocimiento. La acción política se ha vuelto diáfana, el palacio de invierno nos espera apenas a un click de distancia.
En la red circula una leyenda. A veces, por la noche, cuando los teclados enmudecen y desciende el tráfico de datos, se puede apreciar un rumor sordo. Es el eco de las carcajadas de Hegel, que resuena desde el cementerio de Dorotheenstadt.
CÉSAR RENDUELES es profesor en el Departamento de Teoría Sociológica de la Universidad Complutense de Madrid. Además, se ha encargado de la edición de textos clásicos de Karl Marx, Walter Benjamin, Karl Polanyi y Jeremy Bentham. En 2011, comisarió la exposición Walter Benjamin. Constelaciones, que itineró por Alemania, Argentina, México, Paraguay y Chile. También es autor del ensayo Sociofobia que la editorial Capitán Swing publicará en septiembre.
- Artículo publicado en Babelia, suplemento cultural del diario EL PAÍS, el 15 de junio de 2013. Disponible en http://blogs.elpais.com/tormenta-de-ideas/2013/06/el-ciberfetichismo-y-las-almas-bellas.html