sobre carbón, petróleo, luchas de clases y democracia

Carbon Democracy (Verso, Londres 2011), de Timothy Mitchell, es un libro crucial para entender la historia del siglo XX, que pone en conexión las formas de energía básica (carbón y luego petróleo), las luchas de clases y la evolución de los sistemas políticos. El carbón, en las naciones industriales, dio a las personas de clase trabajadora y sus sindicatos un poder nuevo y notable. Debido a sus características físicas (como que es voluminoso y requiere muchas manos para su extracción y manejo), el carbón fue un catalizador para la autoorganización obrera, y a través de las luchas sindicales hizo avanzar la democracia. Así hasta que, en los decenios de 1920-1950, se implanta el fordismo y se va imponiendo el petróleo como forma de energía básica (y da comienzo la Gran Aceleración).

En un artículo donde defiende estas mismas tesis, “Mitchell relata que, en 1914, la masacre de los mineros de los yacimientos de Ludlow (Colorado, USA) puso en un brete a la familia Rockefeller, propietaria de las citadas minas. La solución de la familia al problema fue contratar a un economista de Harvard, Mackenzie King, quien después de diagnosticar que el sindicalismo is a power which, one excercised would paralyze the nation more effectively than any blocade in time of war, recomendó como ‘vacuna’ la concertación social y, a la postre, abrió la vía, para que el sistema aceptara the forms of welfare democracy and universal suffrage that would weaken working-class mobilization”.[1] El camino estaba expedito para la solución fordista y el Estado asistencial en EEUU.

Las elites occidentales recurrieron al petróleo en parte porque querían hacer retroceder al poder organizado de los trabajadores y recuperar el control sobre el suministro de energía: en términos de poder político, el paso del carbón al petróleo fue un retroceso notable para la clase obrera. “La posibilidad para los mineros de bloquear la producción, de hacer acuerdos en el fondo de las minas, a escondidas de los capataces, de aliarse con los ferroviarios cercanos a sus escombreras y de enviar a sus mujeres a hacer manifestaciones frente a las ventanas de sus patronos desaparece con el petróleo, controlado por unos cuantos ingenieros expatriados a países lejanos [sobre todo en Oriente medio], dirigidos por elites muy reducidas, fácilmente corruptibles, y cuyo producto circulaba a través de oleoductos de rápida reparación. Visibles con el carbón, los enemigos se volvieron invisibles con el petróleo.”[2]

Así, el interés de las burguesías nacionales, a lo largo del siglo XX, “habría sido el de sustituir el carbón por el petróleo, una forma de energía abundante y muy diferente en sus características (ligera, fluida, de fácil transporte mediante oleoducto o barco, y sobre todo susceptible de ser sometida a una escasez premeditada) que permite alterar, de alguna manera, el equilibrio de fuerzas existente en una economía del carbón. De hecho, buena parte de la política norteamericana a lo largo del siglo XX se centró en convertir el petróleo en la fuente básica de energía mundial, lo que contribuiría no sólo a sostener el dólar como reserva de valor en el sistema financiero mundial, sino a disminuir la influencia de las fuerzas del trabajo en la distribución de la energía, fuente de su poder de negociación.”[3]

El modelo energético basado en el petróleo fue central para asegurar la desmovilización política e ideológica del mundo del trabajo: la extracción de petróleo requiere menos trabajadores –y muchas veces en territorios lejanos–; los oleoductos son vulnerables, pero no se paran por una huelga de ferrocarril o de trabajadores de la estiba; hace falta mucho menos personal para el transporte y almacenamiento, y más disperso; y, por añadidura, el petróleo dio lugar a formas de transporte individual –el de carretera, tanto de personas como de mercancías– frente al transporte colectivo.

Recojo aquí un resumen del libro que se propuso hace un tiempo en otra reseña del mismo: “Mitchell argumenta que el petróleo alimenta las democracias de mercado pletórico y utiliza este hecho para explicar instituciones tan diversas como las huelgas de trabajadores, las escuelas islámicas, el concepto de Producto Interior Bruto o la idea de auto-determinación. Pero lo hace prestando especial atención al papel imprescindible de algunas de estas instituciones para que el petróleo pueda emerger a la superficie terrestre y ser transportado en viajes transatlánticos y transformado en los bienes y mercancías de los que dependemos y que configuran nuestro mundo hasta puntos a veces insospechados. (…) Una de las mayores originalidades del libro de Mitchell es que combina la historia económica, política, religiosa y militar con análisis técnicos de las operaciones necesarias para extraer y utilizar combustibles fósiles y sus derivados. Y las características técnicas de la industria del petróleo adquieren significado político primordial en un libro en el que los oleoductos y los containers aparecen como la continuación de la política por otros medios.

El relato de Carbon Democracy, en su mayor parte presentado cronológicamente, comienza en las minas de carbón inglesas, el escenario del nacimiento de los movimientos obreros decimonónicos de aquel país. Las llamadas a la democracia de las tradiciones liberal e ilustrada eran netamente oligárquicas y referidas a los propietarios, pero esto cambió cuando los trabajadores del carbón y del ferrocarril dispusieron de la fuerza suficiente para controlar los ‘puntos de paso obligatorios’ para el flujo del carbón. Esto les dio la capacidad de paralizar completamente el sistema por el que las nuevas fábricas industriales transformaban materiales orgánicos provenientes de los territorios colonizados.

El petróleo habría comenzado a aparecer como alternativa al carbón en el primer tercio del siglo XX precisamente por sus virtudes para contrarrestar el inmenso poder combinado de mineros, maquinistas y trabajadores portuarios, puesto que podía extraerse y transformarse sin su participación y por tanto evitando las temidas huelgas sindicales capaces de frenar la producción o distribución a escala local o nacional. Las incipientes compañías de petróleo se esforzaron en promover la transición del carbón al petróleo en Estados Unidos y en Europa (y el Plan Marshall habría jugado un importante papel en ello). Oriente Medio se convirtió en el punto clave desde el que controlar esta transición energética. Allí, y a todo lo largo del siglo XX, se mantuvieron y transformaron imperios políticos (primero el británico y después el estadounidense) (…).

Mitchell describe, primero, el mantenimiento de imperios políticos en Oriente Medio, a través de una historia de la idea de auto-determinación elaborada como momento ideológico para arropar prácticas tecnológicas, políticas y militares: la auto-determinación, entendida al modo de Wilson primero y las Naciones Unidas después, sería poco más que un instrumento para generar el ‘consentimiento de los gobernados’ a través de acuerdos con las élites locales y de intervenciones directas justificadas por la protección de minorías. El petróleo se fue convirtiendo en la razón y el medio para mantener esta forma barata de poder imperial. El ejemplo más claro y mejor conocido de esto es clave para entender el auge de las corrientes más radicales del islamismo: la fundación en 1932 de Arabia Saudita como un nuevo país cuyo nombre mismo refleja su dependencia de los pactos de Estados Unidos con una familia poderosa. El problema es que el gobierno despótico de la dinastía Al-Saud se apoyó desde sus comienzos en sectas wahhabistas, que son rigoristas y expansionistas y que gracias al petróleo han adquirido un poder sin precedentes en todo el mundo musulmán (…). Arreglos de este tipo son los que quiere recoger el término McYihad, según el cual la economía política mundial ha reforzado el islam político y fundamentalista hasta el punto de depender de él, contribuyendo así a la constitución de un mundo inestable y contradictorio. (…) Lo interesante del análisis es que no basta con denunciar la política estadounidense por imprudente –la consabida crítica de que fueron ellos quienes armaron y financiaron frente a la Unión Soviética al saudí que luego sería su verdugo el 11-S, Osama Bin Laden– sino que hay que certificar que esta política es a la vez la que ha servido de base al incremento espectacular del consumo de masas en Occidente a lo largo del siglo XX de bienes producidos por mano de obra barata en países lejanos interconectados por el petróleo, y que esto ha sido necesario para el no menos espectacular incremento de la población mundial.

El segundo objetivo de las empresas petrolíferas en Asia Menor es uno de los temas recurrentes del libro y se recoge en una fórmula voluntariamente paradójica: la producción de escasez. Los historiadores de la tecnología y la producción industrial suelen dar por sentado que el incremento de la producción es un objetivo interno de los sistemas e innovaciones tecnológicas. Desde Adam Smith es común caracterizar al capitalismo precisamente por la tendencia al crecimiento ilimitado. Pero Mitchell, siguiendo a Thorstein Veblen y otros, destaca que a menudo el objetivo de los agentes económicos consiste precisamente en retrasar o sabotear la producción. Con vistas a mantener los precios altos y evitar competidores, las grandes compañías petroleras adquirieron derechos de prospección, extracción y distribución que no tenían intención de utilizar (sin que esto tenga por qué desmentir que la tendencia general a la mayor productividad funcione en determinados contextos). (…) Según Mitchell, la misma Guerra Fría se alentaba desde Estados Unidos para justificar la presencia militar en Oriente Medio. En esta parte del análisis, Mitchell parece otorgar demasiado peso al interés privado de las compañías y a minusvalorar la competencia real por los recursos petrolíferos y de otro tipo entre el imperio estadounidense y el de la Unión Soviética.

(…) Mitchell describe cómo la violencia en Oriente Próximo se constituyó en un mecanismo que no sólo lograba refrenar la extracción de crudo sino que permitía la exportación de armas americanas y, por tanto, la obtención de retornos provenientes de los países productores de petróleo una vez que éstos habían conquistado la soberanía sobre sus pozos en las décadas de 1960 y 1970. Este mecanismo fue esencial para mantener el sistema de Bretton Woods y el poder del dólar como moneda de intercambio internacional. Dado que el petróleo se convirtió en la mercancía más intercambiada en el comercio internacional, el control militar y político de pozos, refinería y oleoductos era esencial para vencer en la batalla por el sistema monetario internacional.

(…) El sistema mundial de intercambios económicos instaurado tras la Segunda Guerra Mundial en base a la hegemonía yanqui dependía del petróleo no sólo para su funcionamiento, sino para su misma formulación conceptual. Según Mitchell, el sistema combinado de los sistemas de imperio y escasez permitió el nacimiento de ‘la economía’ como un nuevo campo categorial. Al contrario de la economía política decimonónica, la economía de la que comenzaron a hablar tanto Keynes y los socialdemócratas como Hayek y los neoliberales ya no aspiraba a organizar la sociedad política. En cambio, su interés estribaba en sostener un sistema de magnitudes macroeconómicas en el que la referencia a los recursos materiales quedaban totalmente abstraídas. Aunque las ‘economías nacionales’ se consolidaban como las unidades de análisis, éstas figuraban como meros marcos para el intercambio de dinero y por tanto como exentas con respecto a la geopolítica y al control de los recursos. Pero, continúa Mitchell, si los recursos podían darse por supuestos era debido a la disponibilidad de petróleo barato y aparentemente ilimitado. Esta misma disponibilidad fomentaba la visión ideológica de la naturaleza como una ‘cornucopia’, una fuente infinita para el crecimiento ilimitado que caracterizaba las democracias de mercado pletórico de bienes, un mercado que el petróleo barato hacía posible.

El frágil equilibrio de la economía mundial del petróleo, sin embargo, era patente en al menos dos frentes. Por un lado, la economía política de los recursos y de los límites del crecimiento, así como las refutaciones malthusianas de Adam Smith, regresaron a las discusiones universitarias y políticas (The Limits to Growth apareció en 1972) a medida que se hacía evidente que el petróleo no iba a manar eternamente de los pozos y que cada vez sería más costoso extraerlo. Pseudoconceptos como ‘el mercado’ y ‘el medioambiente global’ habrían emergido entonces como nuevas fórmulas ideológicas para tratar de optimizar los recursos mundiales para un nuevo sistema energético.”[4]

 

 

[1] Aurelia Aurita, “Democracia y energía”, blog Nuevas cartografías de la energía, 10 de agosto de 2012; https://nuevascartografiasdelaenergia.wordpress.com/2012/08/10/democracia-y-energia/

[2] Bruno Latour, Dónde aterrizar, Taurus, Madrid 2019, p. 93.

[3] Carlos Jesús Fernández Rodríguez, reseña de Carbon Democracy de Tim Mitchell en PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global 127, Madrid 2014, p. 176.

[4] Lino Camprubí, “McYihad: petróleo, islamismo y democracia” (reseña de Carbon Democracy, de Timothy Mitchell, Verso, Londres 2011), El Catoblepas 156, febrero de 2015; http://nodulo.org/ec/2015/n156p01.htm