No es que nos engañemos y seamos irracionales pensando que hay un alma donde sólo hay cerebro. Es casi al revés: el alma tiene que apañárselas para engañar bastante al cerebro, si se trata de ser racionales.[1]
(Alma, en sentido materialista: integración de cognición y emociones en un organismo que se desenvuelve en un entorno social y natural. Cerebro no en una cubeta, sino siempre en un cuerpo que vive en una biosfera, conectado con miríadas de otros cuerpos y experimentando toda clase de realimentaciones. La racionalidad como reflexividad, materializada en bucles de realimentación. La psique simbolizada por una mariposa, sí.)
Pero uno no puede tener alma si va demasiado deprisa. La condición del alma es la lentitud. La aceleración sistémica destruye hasta la misma posibilidad del alma.
[1] Gran artículo de Santi Alba Rico en ctxt, cuyo final reza así: “La ausencia de pensamiento no se traduce, como se cree, en un exceso de emoción. Cuando se deja de pensar se impone, al contrario, la composición misma del cerebro. Sin pensamiento nos volvemos esclavos de nuestro cerebro. Sin pensamiento nos volvemos cerebrales. El nazismo fue, en realidad, el triunfo de la cerebralidad contra el pensamiento.
Somos hemisféricos y binarios y, por mucha plasticidad que contengan nuestros sesos (para sobrevivir a un ictus o redistribuir funciones tras un accidente), el cerebro no está preparado para pensar la profundidad del tiempo geológico, el mundo subatómico, la curvatura espacio-tiempo, el cambio biológico, las matemáticas de Gödel; tampoco para la simultaneidad de las redes o para la velocidad de los algoritmos cibernéticos; y menos aún para resolver los dilemas morales que deciden la frontera entre la barbarie y el progreso civilizacional. Todos los grandes descubrimientos científicos se han hecho, como dicen a su manera Gaston Bachelard y Stephen Jay Gould, contra el cerebro y su binariedad primitiva. Todos los grandes avances políticos (el derecho, el republicanismo, el feminismo) sólo han sido posibles cuando los humanos se han vuelto, como sugiere Aristóteles, sobrehumanos: cuando han pensado, de algún modo, como dioses.
En ausencia de nombres comunes intelectuales y de pensamiento anticerebral –la base de la filosofía y de la política–, el cerebro nos obliga a escoger entre el Bien y el Mal. En tiempos de crisis, en plena catástrofe platónica, nos volvemos sumariamente cerebrales; y en tiempos de tuiter, nuestro cerebralismo se vuelve radicalmente visceral. El cerebro es conflictivo y nada sabe de persuasión y argumentación: sólo cambia de fanatismo por conversión religiosa. Ningún botón de muestra más elocuente en estos días que el del nacionalismo, el más cerebral de los conflictos, quintaesenciado en las redes, donde todos se limitan a intercambiarse binariazos o banderillazos. O se es español (y, por tanto, españolista, del 155, del PSOE o directamente fascista) o se es catalán (y, por tanto, antisolidario, anticonstitucionalista, golpista, separatista). Somos incapaces de imaginar un mundo tan complejo, tan difícil, tan inmanejable, tan penoso, tan pensativo, que exige -o al menos hace posible- criticar a los independentistas sin ser españolista ni socialista ni contrario al Derecho; que exige o hace posible incluso criticar a los independentistas siendo independentista. Y que exige o hace posible, del otro lado, criticar el nacionalismo español, aún más empobrecedoramente cerebral, sin ser independentista catalán ni apoyar a Torra ni defender el procés; que exige o hace posible incluso criticar el españolismo para defender España. La oposición binaria izquierda/ derecha, históricamente operativa y hasta ‘progresista’, disecada tras la Guerra Fría, constituye ya una expresión del reduccionismo cerebral del pensamiento; pero la fuerza cerebral del nacionalismo identitario es aún más astringente y rectilínea. Vamos matando palabras y al final no gana ni siquiera la identidad más fuerte: gana sencillamente el más fuerte.
Nuestro cerebro es hemisférico, disyuntivo y paratáctico: o esto o lo otro. La realidad, en cambio, es conjuntiva e hipotáctica: esto y lo otro y lo de más allá y lo siguiente, aunque lo de más acá, pero a veces quizás y lo contrario, y no obstante se mueve. La muerte de los nombres comunes de nociones intelectuales -la catástrofe vigente- es la mayor amenaza imaginable para la democracia porque sin ellos no podemos pensar; y si no pensamos, quedamos a merced de nuestro cerebros. Y nuestros cerebros son locos, simplones y nihilistas. Buenos para el relato, el fútbol y el amor; malos para inventar otros mundos posibles o para mejorar éste.
En cuanto a los «hombres iletrados y cerriles» del texto de Platón, acabo muy deprisa. En un mundo sin insectos y con los parabrisas limpios, sin nombres comunes y con los cerebros apretados, todos lo somos ya, iletrados y cerriles: 7.500 millones de supervivientes antiplatónicos disputándose a muerte la madre, el pan y la tierra.” (“La mariposa y la polis”, ctxt, 20 de febrero de 2019).