https://www.culturaydeporte.gob.es/lectura/pdf/riechmann%20.pdf
Intervención en el XXXVIII Encuentro de Escritores y Críticos de las Letras Españolas (“Plantar un libro, escribir un árbol: literatura, naturaleza, ecología, sostenibilidad, ruralidad”) en Verines, Asturias, 15 y 16 de septiembre de 2022; publicada en la web del Ministerio de Cultura y Deporte en diciembre de 2022.
Jorge Riechmann:
Sobre la cortedad (ecosocial) del decir
“Se me fueron haciendo/ las palabras difíciles…”
José Hierro (en Alegría, 1947)
“El hecho es que somos pintores en la vida real, y que se trata de seguir alentando mientras nos quede aliento”.[1]
Vincent Van Gogh (carta desde Arles, 26 de junio de 1888)
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En uno de los foros de la plataforma informática que usamos en MHESTE (el máster en Humanidades ecológicas que co-dirijo junto con Jose Albelda), en la primavera de 2021, una de las participantes se refería cariñosamente al “sr. Riechmann que debe de escribir hasta en el lavabo, en verso, en prosa y en todo lo que se tercie por tal de no dejar cabos sueltos”.
(Espero que esta mujer no me visualice garabateando TONTO EL QUE LO LEA en los retretes de mi Facultad…)
Escribo mucho, sí: quizá demasiado. Creo que eso tuvo que ver, cuando era joven, con la “angustia de identidad” y el deseo de reconocimiento (todo ello humano, demasiado humano): uno puede construirse a sí mismo de varias formas, la escritura es una buena herramienta para eso. Y aunque se arranque primero con aquellos motivos, pronto se da uno cuenta de que, bien empleada, es sobre todo una herramienta para la orientación de estos extraviados seres que somos los humanos: esa candela que nos puede alumbrar un poco cuando caminamos en la noche cerrada.
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Hoy diría que se trata más bien de “angustia de colapso”. Por ejemplo, me desperté (muy temprano) el 20 de mayo de 2021, pensando: hay algo tremendo en los dos momentos recientes de agudización de la crisis (esta crisis que no acabará nunca, como suele decir Antonio Turiel), 2008 y 2020. En ambas ocasiones se han puesto dos asuntos de manifiesto: primero, la extrema debilidad de las fuerzas de cambio; y en segundo lugar la incapacidad de nuestras sociedades para un aprendizaje significativo. Ante conmociones ecosociales de tan enorme magnitud se opta de forma mayoritaria no por el cuestionamiento sino por tratar de volver a la “normalidad” y reforzar la huida hacia adelante…
Necesitaríamos un cambio de rumbo radical: transformar no sólo nuestras relaciones de producción, nuestra forma de organizar la economía, sino también nuestras mentes y nuestros corazones. Pero, por la inercia de los sistemas naturales y los sistemas sociales, ya no tenemos tiempo para ello: estamos viviendo un tiempo de descuento.
En algún momento de finales del siglo XX perdimos esta suerte de carrera contra el tiempo. Cabe formular así nuestro dilema trágico: dejando de usar combustibles fósiles, nuestras sociedades se empobrecen (en lo material); si los seguimos usando, nuestras sociedades se autodestruyen (y devastan de paso la biosfera terrestre).
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¿Qué hace uno en una situación así? Varias cosas. Por ejemplo, mudarse a vivir a Cercedilla, en las montañas de la Sierra de Guadarrama, donde al menos cabe pedir perdón de forma más directa a los pinos y a los corzos; pero también tratar de comprender, y escribir. Diciendo más o menos: sucumbiremos, sí, pero por mí que no quede seguir plantando resistencia hasta el final; y además lo haremos con los ojos abiertos, tratando de entender lo que nos pasa, también hasta el final. Incluyendo ahí la plena consciencia de Gran Desproporción entre las luchas concretas que planteamos (contra el disparate del proyecto de pista para vehículos en la ladera sur de La Peñota, por ejemplo, que tratamos de frenar desde Ecologistas en Acción Sierras) y las transformaciones sistémicas que necesitaríamos.
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Sucede entonces, en definitiva, que en los últimos años me he ido quedando sin palabras.
Pero ¿cómo?, se dirá. ¿Está usted de broma, señor Riechmann?[2] ¡Si ha publicado chorrocientos libros estos últimos años…! (No ha sido un solo editor quien me ha advertido: “Publicas demasiado”.)
Me he ido quedando sin palabras adecuadas ante la enormidad de lo que sucede y lo que vemos venir: ecocidio más genocidio. Un planeta Tierra infernal, inhabitable; y un horizonte de exterminio. En la segunda mitad del siglo XXI tendremos un mundo donde probablemente los vivos envidiarán a los muertos; y algunos decenios después no es imposible que se hayan extinguido los seres humanos.[3] Cuando sabemos todo esto, o intuimos una parte suficiente de ello, ¿no se retiran las palabras?
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Los procesos destructivos globales (el “cambio global”, decimos de manera eufemística) son de tal magnitud, y tienen tanta inercia, que lo que hagamos a partir de ahora probablemente ya no podrá evitar un planeta Tierra convertido en infierno (para los seres humanos y para muchos seres no humanos: la perspectiva cambia mucho no sólo cuando salimos del cortoplacismo, sino sobre todo cuando cuestionamos el marco antropocéntrico). Estamos hablando del calentamiento global, la acidificación de los océanos, el desmoronamiento de los ecosistemas, la Sexta Gran Extinción… Ay.
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Y nos sobrecoge cómo se declina toda esa destrucción en los territorios cercanos, en los lugares que habitamos y amamos: “La sierra de La Culebra en llamas. La otra noche empezó a arder parte de Aliste, la tierra de mis antepasados, y también La Carballeda. Es el horror”.
Es el horror. Es el horror. Es el horror. ¿Nos quedamos en esas tres palabras, enmudecidos? No: necesitamos analizar, narrar, explicar, cantar –por mucho que nos pese la insuficiencia de nuestras palabras. Tomás Sánchez Santiago sigue escribiendo: “Al menos ya van veinte mil hectáreas tragadas por el fuego, que sigue avanzando. Carreteras cortadas, pueblos evacuados de madrugada, líneas ferroviarias suspendidas. El autismo a que se había condenado a esas comarcas desasistidas se agrava aún más por este cerco cruel que castiga definitivamente las vidas de quienes ya han padecido antes todas las formas de la desolación (precariedad, sacrificio extremo, emigración, desarraigo, apartamiento, resignación…). Y ahora esto. Una gestión política negligente y llena de interesadas imprevisiones (escasos efectivos en las labores medioambientales, contratación de brigadas forestales en manos de empresas privadas al más barato coste posible) ha propiciado que la Naturaleza, ya la única aliada de Aliste y La Carballeda, haga huir a todos sus habitantes con precipitación, con esa sensación –estoy seguro de ello– de que nada en su vida los ha respetado del todo. Les quedaba hasta ahora el consuelo de un paisaje de hermosura exuberante y de fertilidad. Pero ya solo podrán abrir cada mañana las ventanas que dan a la devastación. ¿Y cómo van a poder sobrevivir a eso? En el cementerio de esos pueblos perdidos, mis muertos recientes y mis muertos antiguos ¿no han de sentir el latigazo del aire quemado que ahora huelo yo de lejos, a pesar de los kilómetros? Es el olor de la destrucción y de la ignominia, que ellos también conocieron en tantas otras versiones.”[4]
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No se trata del fin del mundo –no es la muerte de Gaia, no es el final de la vida en el planeta Tierra– pero sí el fin de nuestro mundo: las condiciones del Holoceno que posibilitaron viviese y prosperase la humanidad que conocemos han sido ya fatalmente desequilibradas, y el planeta se dirige hacia otros regímenes climáticos (quizá incompatibles con la supervivencia humana). Para quien es consciente de esto, la idea de llamar Antropoceno al tiempo que viene le parece más un conjuro de simio asustado que una sabia decisión geológica. Antropoceno: ¿la era de la extinción humana?
La “hoja de ruta” de los poderes dominantes es algo así: iremos dejando morir de hambre a la gente, primero por millones y luego por cientos de millones; y la asesinaremos en guerras y represión militarizada (la digitalización será de gran ayuda en eso). Pero los (pocos) elegidos disfrutarán de SUV eléctricos “para un estilo de vida flexible y tecnológicamente avanzado con cero emisiones” (según reza la propaganda del sistema).[5] Y como clave de bóveda ideológica seguiremos alimentando fantasías sobre la colonización de Marte.
Nos toca prepararnos para morir. La novedad es que no estamos ya hablando primariamente sobre la muerte individual –aunque ese asunto irremediablemente humano sigue ahí–, sino sobre la muerte de nuestra civilización europea-occidental (capitalista, colonial, fosilista, patriarcal, ecocida). No ha sido una buena civilización, y no va a tener una buena muerte. ¿Cómo elaborar esto con ayuda de la poesía?
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¿Qué clase de palabra poética, en la singular situación histórica que es la nuestra? Se da una Gran Desproporción entre lo que somos capaces de hacer y lo que deberíamos hacer. Y ¿también entre lo que logramos decir y lo que necesitaríamos? José Ángel Valente hablaba de la “cortedad del decir”, pero se refería a otros fenómenos (a la experiencia humana, pensando sobre todo en la experiencia mística).
Hoy ¿experimentamos una nueva “cortedad del decir” ante la crisis ecológico-social y nuestro fracaso antropológico? Al menos a mí me sucede.
¿De que manera escribe uno poemas póstumos cuando la circunstancia tremenda que le lleva ahí es aprender a morir en el Antropoceno (Roy Scranton)? Y ¿cómo, pese a todo ello, sigue uno manteniendo el yo celebro de Rilke?
Juan Ramón Jiménez hablaba de la “tristeza de pensar en los paisajes bellos no vistos por nadie, en los paisajes anteriores al hombre, (…) en los paisajes hermanos del hombre que el hombre no pudo ver”.[6] Cuánta mayor pesadumbre pensar en los paisajes eliminados por las sociedades industriales y en la posibilidad de que no estemos ahí para vivir en los paisajes del futuro que podrían testimoniar de nuestra reconciliación con la naturaleza.
El nihilismo que segrega de forma eruptiva la civilización capitalista se organiza en un remolino monstruoso que lo absorbe todo. ¿Quién será capaz de escribir nuestro descenso al Maelstrom?
El vitalismo entusiasta ¿se toca con la intensa desesperación nihilista? Diría que sí, y no se tocan como extremos precisamente. Quizá eso caracteriza, entre otros rasgos, a tiempos terminales como los nuestros.
Me siento absolutamente de mi tiempo y del todo intempestivo.
Stanislaw Jerzy Lec daba este consejo a los escritores: “Llega un momento en que hay que dejar de escribir. Incluso antes de empezar”.[7] Yo no he sido nunca, ay, capaz de seguirlo…
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En la cultura contemporánea bajo el capitalismo advertimos dos anchísimas autovías: en primer lugar, fomento de prácticas funcionales a la valorización del valor; y luego, en segundo lugar, tocar la lira mientras arde Roma. Fuera de esto hay muy poco. Apenas una trocha lateral, llena de abrojos, queda para quienes, sin abdicar de la lucidez, tratan de impulsar proyectos de supervivencia y emancipación.
Ceguera de segundo grado: no ves, y no te das cuenta de que no ves. Esta noción se ha aplicado, por ejemplo, a la exclusión de mujeres filósofas de la historia del pensamiento. Pero la ceguera peor (porque nos priva de futuro) es la que ha tenido lugar frente a la crisis ecológico-social…
No sé si saldremos de ésta. Pero algo sí sé: no saldremos de ésta engañándonos.
En alemán, lernen (aprender) es una palabra emparentada con lehren y List, así como con leisten. El vocablo protogermánico del que proceden es liznojan (que vendría a su vez del indoeuropeo leis), que significa seguir un sendero o rastrear.[8] Mi amigo Pedro Sáez evocó esta etimología, recordando que yo alguna vez había dicho: los profesores sólo somos otra categoría de estudiantes. Es decir, gente que (si hace lo que debe) sigue senderos y rastrea señales interesantes.
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No se trata de “proteger el medio ambiente” (como dicen los poderes dominantes conteniendo a duras penas los pujos de risa; ya saben ustedes, nos mean encima y dicen que llueve), sino de aprender a vivir en esta Tierra (como uno más de los wanwu, los Diez Mil Seres de los que nos habla la tradición china).
El florecimiento de la vida humana depende de todas las demás formas de vida en el planeta Tierra. (¿Llegaremos a comprender y sentir esto de verdad?)
En el plano del ser: holobiontes en un planeta simbiótico.
En el plano del deber ser: animales con responsabilidades especiales que tratan de construir una simbioética en el seno de una cultura gaiana.
Ésa sería mi respuesta, hoy, a la clásica pregunta filosófica: ¿qué es el ser humano?
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El problema ético básico de la humanidad ha sido, y sigue siendo, cómo ir moralmente más allá de la tribu (esto se puede pensar en términos de moral de proximidad frente a moral de larga distancia, como propuse hace años en Interdependientes y ecodependientes, con su segunda edición: Ética extramuros).
Y el problema político básico de hoy: cómo aceptar el inevitable decrecimiento material y energético (con su dimensión de empobrecimiento) sin perder nuestra humanidad. Pues seguimos siendo una sociedad terraplanista. Seguimos tratando de vivir como si no hubiese límites biofísicos (en un planeta finito cuyos límites hemos traspasado ya). Y eso sitúa la transición ecológica como una misión imposible…
Proliferan (y se entiende bien por qué) los discursos anti-apocalípticos… Andreu Escrivá tuitea (el 12 de septiembre de 2022): “Lo que algunos ven como un imperativo termodinámico no tiene traducción social: o buscamos formas de llegar más allá del aplauso precocinado y del sermón apocalíptico o predicaremos –nunca mejor dicho– en el desierto”. Sobre “lo que algunos ven”: hay imperativos termodinámicos (y geológicos, y ecológicos…). Ahora bien, es cierto que, en una sociedad minuciosamente deseducada y contrailustrada durante decenios, tales imperativos “no tienen traducción social”. Lo cual (porque ya no tenemos tiempo de efectuar una reforma intelectual y moral en condiciones) tiende a empujarnos o al antipático sermón apocalíptico o al silencio.
Qué fatiga, con franqueza, lo de tantos discursos anti-“colapsistas” y contra-apocalípticos… Nos da miedo lo que vemos venir y, como niños, preferimos meter la cabeza debajo de las sábanas. Sigo dudando de que de esa forma vaya a facilitarse la activación sociopolítica de la gente.
El tiempo, vale decir la segunda ley de la termodinámica, nos pone a todos en nuestro sitio. Llamar “catastrofismo” al realismo puede causarnos algún problema. Y llamar “realismo” a las fantasías tecnólatras, algún problema aún mayor.
Como sociedad, deberíamos estar preparándonos para el colapso (donde ya estamos). Pero nos resulta aún más difícil que al individuo prepararse para bien morir…
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La condición humana ¿sería un callejón sin salida? Dejemos a los tataranietos que contesten en el siglo XXII –si es que hay seres humanos en el siglo XXII.
Tierra sin nosotros, se titulaba el primer poemario de José Hierro (1946). Ésa es la perspectiva que se nos plantea hoy: una Tierra sin nosotros, a resultas del exterminismo que practica el sistema económico vigente (y apuntala la cultura dominante).
Somos los mejores saboteadores de nosotros mismos… No puede uno evitar sentir piedad por la infinita capacidad de ser tontos y ridículos que nos gastamos los Homo sapiens. Aunque las consecuencias –ay– resulten trágicas.
Hay sobre todo algo esencial que, como sociedad, apenas percibimos: si no se salva el plancton de los océanos, no nos salvamos nosotros. Si no se salvan los escarabajos, no nos salvamos nosotros. Si no se salvan las ranas y las salamandras, no nos salvamos nosotros.
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En 2018 vine a vivir a Cercedilla (Sierra de Guadarrama) habiendo escuchado a los antiguos maestros taoístas, y a Aldo Leopold, cuando nos invitan a pensar como una montaña. Apenas cabe una indicación más importante mientras nos debatimos en el seno de una devastadora crisis ecológico-social. Más allá de una cultura marcada por los empeños de dominación de la naturaleza ¿seremos capaces de orientarnos por las ideas de convivencia y simbiosis en el seno de la naturaleza –la naturaleza que nosotros mismos somos?
En el Medievo castellano, el territorio situado en la vertiente sur de la sierra de Guadarrama era la Transierra.[9] Ahí es donde vivo. Enmontañarme: es lo que he hecho y me toca seguir haciendo, en los años que vienen.
Pienso con las yemas de los dedos, decía Carlos Edmundo de Ory. Aún mejor sería pensar con el viento que roza las yemas de los dedos.
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En un mundo donde están muriendo masivamente los insectos, con consecuencias potencialmente fatales para la mayoría de los ecosistemas, me siento en el centro (en uno de los múltiples centros) del hermoso pinar del Valle de la Fuenfría, rodeado de mariposas.
Apreciar lo valioso –que es tantísimo– mientras disfrutamos de ello… “Vivir al día en lo eterno” (ese verso de Unamuno nunca me abandona). Se castiga a sí mismo con infelicidad quien no es capaz de vivir esa clase sencilla de felicidad.
En alguna entrevista dice el angustiado climatólogo Peter Kalmus que ya no es capaz de serenarse caminando con su familia por la montaña, como antes sí podía. Ve tantos árboles muertos que ya no logra dejar de pensar en la tragedia climática (sólo la meditación vipassana le ayuda a recobrar algo de equilibrio).
Si ardieran estos montes, o murieran de forma masiva los pinos y los robles, ¿podría yo seguir adelante? Se puede urdir una poética del fracaso…. Pero si el fracaso se da en evitar la debacle de la especie humana –ecocidio más genocidio–, ¿no intuimos que cualquier poética sobra?
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Uno necesita serenidad para hacer frente a su muerte… tanto más –inconmensurablemente– para afrontar el colapso de su civilización.
El mayor interrogante, para ese animal de cultura que es el ser humano, se levanta frente a la realidad de la muerte. (Hay quien sostiene que toda la cultura humana no es sino intento de respuesta ante aquella realidad última: se puede releer por ejemplo a Ernest Becker.)
¿Y si estamos hablando de la muerte probable de toda una civilización –quizá de la extinción de la especie humana? ¿Qué respuestas entonces desde la cultura –en sentido amplio, antropológico– y desde la poesía?
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La cultura humana ha de ser capaz de sostenerle la mirada a la muerte. Y de integrar la muerte en la vida, como la dimensión de la vida que la muerte es. Pero no podemos quedarnos alelados, hipnotizados delante de la muerte… ni aun tratándose de la muerte de una civilización.
Escribe André Malraux en sus Antimemorias: “El hombre que aquí podréis encontrar es el que coincide con las preguntas que la muerte hace al sentido del mundo”. Es una de esas frases que nos dejan temblando cuando las llevamos a nuestro presente, porque de inmediato alguien pregunta: y si la muerte es ahora no la muerte individual sino la muerte de un mundo, ¿qué preguntas cabrá hacer todavía al sentido? ¿Qué preguntas por el sentido de qué vida?
Quizá valdría esta triple toma de posición: 1) aceptar radicalmente nuestra finitud (nuestra mortalidad). 2) Rechazar radicalmente el imperio final la muerte (al modo de Elias Canetti). 3) Usar todos los medios a nuestro alcance para limitar el imperio de la muerte, para dejar la muerte en suspenso. Ninguna complacencia en lo tanático. (Aquí, una senda sin duda practicable es la ética de la reverencia por la vida de Albert Schweitzer.)
“Percatémonos del valor infinito de la vida y de su brevedad” (Jack Kornfield). “Todo el cosmos, todo el universo está aquí y ahora, tanto lo infinitamente pasado como lo infinitamente futuro: la eternidad está aquí y ahora” –enseñaba el maestro Dogen en el siglo XIII…[10]
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“Es preciso cantar como si el mundo/ comenzara de nuevo”, dicen unos versos de Ada Salas (en su libro Arqueologías). ¿Cómo hace frente la poesía a la muerte de nuestro mundo? Algunas palabras clave serían las siguientes:
- Conexión intensa con Gaia, con nuestra Madre Tierra
- Vínculos vivos con nuestros prójimos próximos –¡y con todos los vivientes de la Tierra!
- Conciencia de la necesidad de transformación radical (reforma intelectual y moral y quizá, más allá, metanoia)
- Presencia de ánimo para los duelos que nos toca sobrellevar
- Fortaleza para no ceder en la denuncia de lo inaceptable, porque “la verdadera poesía lleva siempre en sí la justicia” (Juan Ramón Jiménez)[11]
- Trabajo constructivo hacia aquella “reforma moral e intelectual” (Ortega y Gasset; Gramsci)
- Apoyos para estar ahí
- Y no dejar de agradecer y entonar el “yo celebro” de Rilke, a pesar de los pesares.
Vale la pena recoger ahora ese breve e impresionante poema:
“Di, poeta, ¿cuál es tu quehacer? –Yo celebro./ Mas lo mortífero y lo monstruoso,/ ¿cómo lo arrostras, cómo lo soportas? –Yo celebro./ Mas lo que no tiene nombre, lo anónimo,/ ¿cómo lo llamas no obstante, poeta? –Yo celebro./ ¿De dónde tu derecho a la verdad/ bajo aquella máscara o este disfraz –Yo celebro./ ¿Y por qué la quietud o el arrebato/ como estrella y tempestad te conocen? –Porque celebro.”[12]
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He recordado alguna vez el consejo del anciano tío de Oyihesa, un indio dakota santi: “Deberías seguir el ejemplo de shunk tokecha (el lobo). Aunque lo sorprendas y corra para salvar la vida, se parará para echarte otra mirada antes de entrar en su último refugio. Así debes también tú echar otra mirada a todo cuanto ves.”[13]
Atentos también a la evocación que hace Christian Bobin del diario “escrito por una mujer judía/ algunos días antes de su muerte/ Ella estaba en un campo de concentración/ Ayer la vida el trabajo el amor/ Hoy la sed el hambre el miedo/ Mañana nada/ El tren que la llevará hacia el mañana/ está sobre los raíles/ siendo verificado por escrupulosos mecánicos/ (…) Esa mujer mira a su alrededor/ y hacia la última mañana/ describiendo maravillada/ la colada de los niños/ lavada en la noche por las madres/ y puesta a secar en las alambradas/ Ella cuenta cómo esta visión/ la reconforta/ le da un corazón/ contra el que vienen a golpear en vano/ los ladridos de los perros los gritos de los soldados/ (…) Lavar la colada/ para que los niños mañana/ se sientan ligeros confiados/ en estas ropas frescas limpias/ Aunque no haya mañana/ en la continuidad de los días/ Aunque mañana/ no llegue a ver el día”[14]
La mirada de aquel lobo. La mirada de esa mujer. Donde “no se puede hacer nada”, se puede hacer nada: las vías del silencio, la poesía, la contemplación.
Cuando me preguntan, por enésima vez, si la poesía puede algo frente al capitalismo, suelo contestar: la poesía y el arte no pueden casi nada. Pero ese casi nada es esencial no dejar de intentarlo. A menudo nos mecemos en una oscilación bipolar entre las ilusiones de omnipotencia y el abatimiento que causa la sensación de impotencia… Pero una percepción más ajustada te dice que lo que puedes es poco, pero no nada. Y ese margen de acción autónoma resulta fundamental.
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Palabra que engendra palabra: a eso lo llamamos poesía.
Un poeta no es más que un ser humano que sabe –de verdad– que somos animales de lenguaje, que todo se vincula con todo, y que moriremos pronto.
A la poesía, ha dicho en alguna ocasión Raúl Zurita, “en un mundo de víctimas y victimarios, le corresponde ser la primera víctima; pero también la voz primera que se alza contra ese mundo”.
No deberíamos pensar la poesía como una forma de expresión artística, sino como una forma de vida –en la atención, en la escucha, en la indagación, en la espera, en el estar ahí.
“…si en tu mirada plena/ hubiera habido el espacio necesario para albergar/ la figura de un escarabajo y sus fatigas…” Estos versos de Rilke (de su “Réquiem” para el Conde de Kalckreuth) nos indican la amplitud del espacio donde necesitamos desenvolvernos. “Quién supiera florecer como vosotros”, les dice en otro momento el poeta a los almendros en flor.[15]
Que hoy sea hoy era una oración matinal de Juan Ramón Jiménez (“Líbrame de adherencias, aurora. ¡Que hoy sea sólo hoy!”).[16] Yo la hice mía hace algunos años, en esta forma: Que hoy sea hoy. Que aquí sea aquí. ¡Gracias!
El agradecimiento, la atención (con su doble haz del estar atentos y el ser atentos: la atención incluye el cuidado), la alegría: la triple A para que pueda florecer la vida.
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Lo ha dicho bien Manuel Rivas en alguna ocasión: “Al final solo hay dos grandes partidos: la inhumanidad y la humanidad. Esta última es inconcebible si no es como parte de la naturaleza”.
James Baldwin señaló en cierta ocasión que dos cosas son ciertas, aunque parezcan contradictorias. Primero, que siempre habrá injusticias. Y por otra parte: siempre merecerá la pena luchar contra ellas.
Recordemos también al gran Kurt Vonnegut: “Estamos aquí para ayudarnos los unos a los otros a pasar por esto, sea lo que esto sea”.
La Santa Alianza de las raíces de algunos árboles con algunos grandes peñascos.
Boris Pasternak era –según Ana Ajmátova– “el que hablaba con los bosques”. Necesitamos conversar con los bosques, con los humedales, con los arrecifes –y con todos sus habitantes.
Escuchar el oleaje del mar. Escuchar el viento en los riscos y en la arboleda. Escuchar las canciones del despertar de los pájaros, su celebración del día. Escuchar el ritmo de tu propio corazón.
Somos un puñado de tierra, unos buchitos de agua, un soplo de viento. Todas las culturas viables lo han sabido. ¿Lo recordaremos nosotros?
Jorge Riechmann
Cercedilla (Sierra de Guadarrama), verano de 2022
[1] El original en francés de la frase que traduzco es aún más enfático: “il s’agit de souffler de son souffle tant qu’on a le souffle”.
[2] El popular libro Surely You’re Joking, Mr. Feynman se publicó en 1985. https://en.wikipedia.org/wiki/Surely_You%27re_Joking,_Mr._Feynman!
[3] Compañeros bienintencionados nos advierten contra los discursos apocalípticos: así por ejemplo Amador Fernández-Savater en “El apocalipsis ya fue”, ctxt, 10 de septiembre de 2022. El apocalipsis ya fue, cierto: podemos asentir a la reflexión de Amador (sugerente como siempre). Ahora quedan, eso sí, el ecocidio y el genocidio masivo, que aún tenemos por delante.
[4] Tomás Sánchez Santiago en su dietario Los cuadernos pálidos (37) en El Cuaderno, julio de 2022; https://elcuadernodigital.com/2022/07/07/los-cuadernos-palidos-37/
[5] Tres páginas enteras en La prensa de la comarca (periódico gratuito mensual de Colmenar Viejo, El Boalo, Cerceda, Mataelpino, Manzanares el Real y Soto del Real) 142, abril de 2022. Pero más allá del detalle de los SUV, véanse las reflexiones de Carlos Taibo en Ecofascismo, Catarata, Madrid 2022.
[6] Juan Ramón Jiménez, Ideolojía, Anthropos, Barcelona 1990, p. 104.
[7] Stanislaw Jerzy Lec, Pensamientos despeinados, Pre-Textos, Valencia 2014, p. 35.
[8] Robert MacFarlane: https://www.theguardian.com/books/2012/may/31/old-ways-robert-macfarlane-review
[9] “Estamos en la alta Edad Media: siglo XI, plena Reconquista. Y en el año 1088 comienza la repoblación de Segovia, que se iría completando durante los tres siglos siguientes dentro de la denominada Comunidad de Villa y Tierra de Segovia o Universidad de la Tierra de Segovia, una institución con carácter jurídico organizada alrededor del concejo de esa ciudad y cuyos objetivos eran repoblar, recaudar impuestos y gestionar el aprovechamiento de los recursos naturales (agua, pastos, tierras y pinares) en los territorios situados aquende y allende la sierra de Guadarrama; esto es, «de este lado» y «del lado de allí», teniendo en cuenta que los castellanos venían comiéndoles terreno a los musulmanes desde el norte. El impulso repoblador segoviano fue inmenso, y llegó a abarcar un área vastísima que se extendía desde las cumbres del Sistema Central, a partir de los puertos del Berrueco (Guadarrama), Tablada, Fuenfría y Malangosto, siguiendo los principales cursos de agua y los mejores pastos, por parte de las actuales provincias de Segovia, Madrid, Ávila e incluso Toledo. Pero, hasta donde sabemos, el territorio situado en la vertiente sur de la sierra de Guadarrama, la denominada Transierra, estaba poco poblado durante la primera fase de la Edad Media, integrado fundamentalmente por pequeños núcleos de población en torno a amplias dehesas y pastizales comunales y por algunos conjuntos de cercas dedicadas a tierras de labranza repartidas en las zonas ribereñas de los cauces de los ríos Guadarrama y Manzanares. Había además casas aisladas, ventas y herrerías próximas a los herrenes, pequeños espacios acotados que se dedicaban a huerto y pradería en las zonas más aisladas, esenciales para la comunicación y la trashumancia estacional del ganado ovino segoviano entre las vertientes norte y sur del Sistema Central. Y había, por supuesto, grandes extensiones totalmente despobladas, roquedos, robledales y pinares donde abundaban la caza y la madera, y que fueron bella y profusamente descritos en el Libro de la montería del rey Alfonso XI, en el siglo XIV…” Iñaki López Martín, “Nuestros orígenes, ocultos detrás de una errata”, El papel de Cercedilla 1, Cercedilla 2018, p. 17-18.
[10] Daniela y Olivier Föllmi, Despertares. 130 pensamientos de maestros asiáticos, Lunwerg, Madrid 2016, p. 274.
[11] Juan Ramón Jiménez, “El trabajo gustoso”, en Antología general, eds. Orbis, Barcelona 1983, p. 72.
[12] En la Antología poética que preparó Jaime Ferreiro Alemparte (Espasa Calpe, colección Austral, Madrid 1979), p. 215.
[13] Quizá a lo que más se parece este consejo sobrecogedor es al que nos proporcionaba Walter Benjamin en la sexta de sus “Tesis sobre filosofía de la historia”: “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro.”
[14] Christian Bobin, La vida pasajera, El Gallo de Oro, Bilbao 2020, p. 38-40.
[15] En la Antología poética que preparó Jaime Ferreiro Alemparte (Espasa Calpe, colección Austral, Madrid 1979), p. 95 y 181.
[16] Juan Ramón Jiménez, Ideolojía, Ánthropos, Barcelona 1990, p. 609.