La genialidad de los cantautores es inventarse un personaje: Georges Brassens, Paco Ibáñez, Joaquín Sabina, Ismael Serrano… En cambio, el poeta se desvanece detrás de la poesía.
El problema de Luis García Montero es situar la “poesía de la experiencia” dentro de la literatura española. El mío es situar la poesía dentro del conjunto de las actividades humanas. (Para que no suene a soberbia, aclaro enseguida: plantearse un problema no significa hacerse ilusiones sobre la propia capacidad de resolverlo.)
La “poética de los seres normales” que propone Luis sólo podría tener sentido en un mundo pos-revolucionario (¿y entonces?). En nuestro mundo de hoy, en este mundo donde campea por sus respetos el principio de muerte –travestido a menudo en su contrario–, hablar de “normalidad” equivale casi siempre a dar el sí y amén a una realidad monstruosa. Hay que recordar las palabras de Arnold Hauser que el colectivo Alicia Bajo Cero situaba al comienzo de su ensayo Poesía y poder: “El criterio de la fecundidad de un arte comprometido no estriba en la solución de crisis y conflictos, sino en combatir la ilusión de que, en medio de los peligros y bajo el signo de la catástrofe, todavía se sigue viviendo en un mundo sin peligro alguno”.
(Me corrijo enseguida: después de una revolución, el mundo no sería “pos-revolucionario” en el sentido enfático de arriba: la verdad y la justicia aún tendrían que ser buscadas, las opciones políticas serían plurales, las controversias sobre lo bueno y lo bello continuarían, etc. Se puede aspirar a quitar al principio de muerte del puesto de mando, pero no a ninguna perfección en los asuntos humanos.)
Frente a la poética de la normalidad, una poética de la extrañeza, bajo el alto patrocinio de Heráclito: el sol es nuevo cada día. O la vecindad de Rilke, que proponía atenerse a la mirada del niño hacia lo extraño…[1]
Poesía: “todo es cuestión de abrir o cerrar”, sabía Juan Ramón Jiménez[2].
En la cárcel de Picassent, un preso pregunta al poeta Quique Falcón por qué hay tan pocos poetas presos en las cárceles españolas.
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Don José María Aznar –o quien le redacte los discursos– escribe en la prensa cultural sobre Luis Cernuda, para descubrir en el poeta sevillano ¡”la búsqueda incansable del justo término medio”! y en la celebración de su centenario “la normalidad cultural de un país”[3]. Verdaderamente, este hombre es un psicópata de la normalidad.
Cierto que leemos aquello que somos, que al apropiarnos de un texto de otro proyectamos en él nuestro propio bagaje de experiencias, proyectos y pautas interpretativas; pero lo único que le ha faltado al ceñudo inquilino del Palacio de la Moncloa es convertir al gran heterodoxo que fue Cernuda en adalid del “centro progresista” de sus aznarinos ensueños y desvelar, como primicia universal en los fastos del centenario, el número de carnet del poeta como afiliado de primera hora a Alianza Popular.
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En este mundo, con este nivel de aberrantes injusticias, desigualdades y atrocidades, insistir en el carácter de normalidad de las cosas es algo rayano en el fascismo. Manuel Sacristán lo dijo con la rotundidad necesaria: “Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente”. [4]
Algo es normal o anormal en función de los términos de referencia que se elijan, claro está. Podemos pensar, por ejemplo, en la presente situación ecológica: para juzgar si es “normal” deberíamos recurrir al conocimiento especializado del ecólogo y del historiador ambiental. ¿Qué nos dice este último, al término de su rigurosa indagación?
“Los responsables políticos tienden a tomar como marco de referencia el mundo según lo conocemos. Esto les lleva a considerar ‘normales’ las cosas tal como ellos las observan y experimentan –el régimen de trastorno ecológico incesante, según lo llamé en el prólogo [a Algo nuevo bajo el sol]–. En realidad, desde el punto de vista ecológico, la actual situación es una desviación extrema de cualquiera de los estados más duraderos, más ‘normales’, del mundo en el plazo de la historia humana y, en realidad, en el de la historia de la Tierra.” [5] Vale decir: vivimos en una situación de anormalidad extrema, en lo que a la ecología del planeta se refiere.
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Singular, sin duda, el aprecio que muchas veces se hace de la normalidad. ¿Cómo interpretar que se presente “lo normal” como un valor positivo, cuando no una aspiración humanista?
Si pensamos a fondo el asunto, ¿qué es “lo normal”? Una respuesta significativa nos la podría dar el físico especializado en termodinámica. Si atendemos a la ley física más importante del universo (al decir de Albert Einstein), el principio de entropía, la respuesta sería: la normalidad es la muerte. Todo en el universo tiende a un estado de máximo desorden e indiferenciación llamado a veces “muerte térmica”; y lo que resulta francamente anormal es el esfuerzo antientrópico con que la vida orgánica logra en nuestra biosfera crear islotes de orden y diferenciación, conteniendo temporalmente la carrera hacia la muerte.
Si la normalidad es la muerte, resulta de veras paradójico presentarla como un valor positivo, y tendríamos que invertir esa valoración: serán las excepciones contra la normalidad las que merecerán nuestro aprecio.
- [Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 70-73. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]
[1] Carta a Franz Xaver Kappus desde Roma, 23 de diciembre de 1903; en Rainer Maria Rilke, Teoría poética, ed. de Federico Bermúdez Cañete, Júcar, Madrid 1987, p. 47.
[2] Prólogo a ESPACIO, en Lírica de una Atlántida, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1999, p. 95.
[3] José María Aznar, “El retorno de Cernuda”, El Cultural, 19 de septiembre de 2002, p. 3.
[4] Manuel Sacristán: M.A.R.X. (Máximas, aforismos y reflexiones con algunas variables libres), edición de Salvador López Arnal, Los Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 52.
[5] John McNeill, Algo nuevo bajo el sol –Historia medioambiental del mundo en el siglo XX, Alianza, Madrid 2003, p. 432. El profesor de historia en la Universidad de Georgetown continúa: “Si viviéramos 700 o 7.000 años, lo entenderíamos basándonos meramente en la experiencia y el recuerdo. Pero para seres que sólo viven unos 70 años, es necesario estudiar el pasado remoto y reciente a fin de conocer qué se incluye en la gama de posibilidades y saber qué puede perdurar.”