tres cartas abiertas tras el 15-m climático: yayo herrero, antonio turiel y adrián almazán

 

TRES CARTAS ABIERTAS tras el 15 M climático

 

https://ctxt.es/es/20190320/Firmas/25096/15-de-marzo-huelga-climatica-extractivismo-green-new-deal-yayo-herrero.htm

 

CARTA A LA COMUNIDAD DE CTXT

Un acto de amor por la vida y con la gente

Y de repente, en las últimas semanas irrumpieron jóvenes y adolescentes para exigir responsabilidades, su derecho al futuro. Salen para denunciar las falsas soluciones: el sacrificio de lo vivo que supone el capitalismo

YAYO HERRERO

 

20 de marzo de 2019

Querida comunidad de CTXT:

Este 15 de marzo ha sido un día muy especial para todas las personas que estamos preocupadas por la situación política y económica y,  a la vez,  somos conscientes de que la crisis ecológica y sobre todo el binomio inseparable que conforman el cambio climático y el declive de energía y materiales están en el núcleo central de esta crisis.

El viernes, la gente más joven abandonó sus institutos y universidades para denunciar que los adultos de la sociedad de la que forman parte han declarado la guerra a la vida y están haciendo inviable su futuro. Jóvenes, adolescentes, niños y niñas han puesto un espejo delante de la sociedad en la que viven. La imagen reflejada parece pintada por Goya. Representa a Saturno devorando a sus propios hijos. A ellos. Por eso salen a la calle.

Nuestra sociedad se autodenomina sociedad del conocimiento pero la economía y la  política que la organizan son analfabetas en el plano ecológico, es decir, en el plano de la vida, y las subjetividades e imaginarios que se crean bajo ellas discurren divorciados de la realidad material.

Se nos ha olvidado que somos una especie viva que obtiene absolutamente todo lo necesario para vivir de ese medio natural. Hemos aprendido a mirar a la naturaleza –y a los cuerpos– desde la exterioridad, la superioridad y la instrumentalidad.

De forma demasiado extendida, existe la creencia de que la biosfera es una especie de máquina previsible y controlable a voluntad por la tecnología, que los ciclos naturales degradados son reparables o que lo materiales agotados son sustituibles por capital.

En apenas dos siglos, y sobre todo en los últimos sesenta años, hemos desmantelado los equilibrios dinámicos de los ecosistemas y esquilmado los bienes naturales imprescindibles para que ese mundo se sostenga.

El cambio climático es una de las consecuencias más incontrolables de una economía que ha funcionado como un sistema digestivo insaciable, que en apenas dos siglos ha devorado energías fósiles que tardaron trescientos millones de años en ser producidas.

Los ecosistemas, abandonados a sus propios mecanismos, suelen ser muy conservadores y su ritmo de evolución es lento. Sin embargo, las transformaciones de origen antropogénico en la naturaleza han sido, y son, intensas y vertiginosas.

La magnitud y velocidad de los cambios actuales en los ecosistemas (pérdida de biodiversidad, extractivismo, proliferación nuclear o bombardeo de productos químicos ajenos a la vida) se unen al cambio climático y están forzando el colapso de la biosfera en su conjunto. Se pone en riesgo la propia existencia de la vida tal y como la conocemos.

Y no es que no lo supiéramos. A comienzos de los años 70 se publicaba el informe del Club de Roma sobre los límites al crecimiento. En él se alertaba sobre la inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos en un planeta que tenía límites físicos. Desde entonces, la comunidad científica ha ido proporcionando información que avisaba de la intensificación del proceso y de las consecuencias potencialmente catastróficas que podía tener. En paralelo, los mercaderes de la duda se ocupaban de alentar y financiar el negacionismo y la estigmatización de los movimientos sociales, personas o pueblos y sociedades que resistían.

Hoy nos encontramos ante un verdadero atolladero. Ese gran almacén y vertedero inagotable que algunos veían en la naturaleza tenía efectivamente límites que ya están sobrepasados y, a pesar de sus promesas y discursos, ni el capital ni la tecnología son capaces de reparar el daño que ellos mismos crearon.

La propia humanidad empuja la dinámica planetaria hacia una nueva situación en la que la vida se hace extremadamente difícil: aumenta la frecuencia y la fuerza de los eventos climáticos extremos; se incrementa la incidencia de los grandes incendios en lugares como Australia, California, Amazonía, Indonesia, Chile, Portugal o España; se está produciendo el crecimiento del nivel de los mares y se espera,  en el caso más favorable, un aumento de unos 40 cm a final del siglo XXI –lo que comportará la desaparición de lugares como el Delta del Ebro, múltiples playas o los estuarios del Guadiana y Guadalquivir–; disminuye la capacidad de producir alimento; hay –y serán más agudos– problemas con el abastecimiento de agua dulce; se manifiestan cambios en las corrientes marinas…

Hasta hace poco, y a pesar de ser un problema de un calado monumental, la profundidad de la crisis ecológica ha permanecido invisibilizada y orillada en el debate social y político. Las repercusión y consecuencias de esta crisis sobre la vida humana, la economía y la política han pasado inadvertidas para la mayoría.

Y de repente, en las últimas semanas irrumpieron jóvenes y adolescentes para exigir responsabilidades, para exigir su derecho al futuro. Con un sentido común y pragmatismo aplastante no han salido a la calle para reclamar proyectos ilusionantes ni amables. Salen para denunciar las falsas soluciones, para denunciar el sacrificio de lo vivo que supone el capitalismo, una verdadera religión civil, que como auguró Polanyi tiene el efecto devastador del peor de los fundamentalismos religiosos.

En los últimos días hemos leído entrevistas a personas muy jóvenes, que hablan de liderazgos compartidos, que resisten al afán mediático de detectar líderes unipersonales; hablan de cambio de sistema y lo pergeñan tejiendo una trenza que se construye con hebras de feminismo, ecologismo y justicia con todas las personas y con otras especies. Con esas hebras que se anudan firmes e inseparables.

Recuerdan en sus pancartas que no hay economía o sociedad sin naturaleza;  que la economía es parte de la biosfera, y no al revés como cree la economía convencional. Señalan en sus discursos que si los cambios se reducen a lo políticamente posible y no a lo que se necesita para resolver los problemas, el futuro será duro, o no será.

La fuerte emergencia de este movimiento ha obligado a incorporar en tiempo récord en muchas agendas electorales la cuestión ecológica.

La cuestión es que el Green New Deal, la transición socioecológica, el Horizonte Verde, el postfosilismo, o la etiqueta que más nos guste, debe apoyarse en cuatro pilares irrenunciables: reducción de la huella ecológica acorde a la biocapacidad de la tierra, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero hasta ajustarse a los umbrales definidos en la Cumbre de París, la equidad como criterio rector de la reconversión y la democracia basada en la ética del cuidado.

Acercarse a esto requiere un cambio en el metabolismo económico y en los estilos de vida de unas dimensiones descomunales pero, desgraciadamente, ya no son suficientes las medidas tibias que, aunque bien orientadas, sean irrelevantes para afrontar el problema.

En CTXT, estamos abordando todas estas cuestiones sin miedo, de una forma plural, comprometida, porque los medios de comunicación tienen responsabilidad en la disputa de la hegemonía cultural y en la visibilización de aportaciones que han estado demasiado ocultas.

La tarea es grande y costosa pero desde luego está llena de sentido. Se trata de, nada menos, reconciliarnos con la tierra de la que dependemos, con las personas subyugadas y progresivamente expulsadas. Se trata de reconciliarnos con nuestras propias hijas.

En el fondo, no es más que un acto de amor por la vida y con la gente. Os invitamos a participar esforzada, radical y apasionadamente en esta tarea.

Un abrazo fuerte.

 

 

https://crashoil.blogspot.com/2019/03/carta-quienes-la-puedan-leer.html

 

viernes, 22 de marzo de 2019

Carta a quienes la puedan leer

 

Queridos hijos míos:

Os digo «hijos» porque por mi edad bien podríais serlo, aunque mis hijos biológicos sean más jóvenes (tardé en formar una familia, como suele pasarle a tantas personas que se dedican a la ciencia). Sois la gente joven, los que tenéis veintipocos años o menos, que ahora estáis saliendo a manifestaros a exigir que se adopten soluciones a la crisis climática que vosotros no comenzasteis pero que sin duda vais a sufrir con toda su intensidad. Sois los hombres y las mujeres, los chicos y las chicas, que cada viernes os declaráis en huelga en vuestros estudios y salís a la calle a reclamar lo que es de sentido común, lo que es vuestro derecho.

Para los que somos más viejos, de generaciones anteriores a la vuestra, sois nuestra última esperanza de construir un mundo mejor y más justo. Pero como somos más viejos y hemos visto pasar ya muchas cosas, no podemos evitar sentir temor. Por vosotros y por nosotros.

No quisiera ponerme demasiado paternalista y presuntuoso, diciéndoos que solo veis una parte del problema; que el cambio climático, siendo como es grave, no es más que uno de los múltiples problemas ambientales que tenemos; que los problemas ambientales, siendo como son gravísimos, no son más que una parte de los problemas de sostenibilidad a los que se enfrenta la Humanidad. No creo que sea necesario: lo que no conozcáis, ya lo conoceréis; y trataros con la arrogante suficiencia de la gente más experimentada no es la mejor manera de apoyaros, cuando lo que todos deseamos es que triunféis donde nosotros fracasamos.

Sin embargo, os ruego que entendáis nuestros miedos, nuestros temores, igual que el padre teme que el hijo cometa los mismos errores que cometió él.

Cuando yo nací, el Mayo del 68 estaba en sus postrimerías. En los años 60 del siglo pasado, la creciente concienciación estudiantil explotó en un movimiento que fue casi una revuelta, en contra del orden establecido. En contra de los abusos de poder, de los privilegios de clase, de las guerras encubiertas por intereses inconfesables. Este movimiento sacudió en mayor o menor medida todo el mundo occidental, pero fue especialmente intenso en Francia. «Seamos realistas: pidamos lo imposible», decían. Los jóvenes de entonces querían cambiar el mundo, porque se daban cuenta de que el mundo se dirigía hacia un lugar al que no querían ir.

El movimiento se mantuvo con cierta fuerza unos pocos años, mientras los poderes políticos alternaban la represión con la incorporación de algunas reformas – mínimas – buscando hacerse más aceptables. Pero en 1973 comenzó una grave crisis económica, y las ilusiones juveniles tuvieron que ser aparcadas. El idealismo está bien, vendrían a decir, pero ahora tenemos que estar por las cosas serias. Con la actividad económica cayendo en picado y un paro rampante las sociedades occidentales tenían otras necesidades más graves a las que atender. Y con las dificultades que experimentaba el ciudadano de a pie nadie osó continuar cuestionando al poder. Eso tendría que quedar para mejor ocasión. Y así se silenció el grito de una generación. Los años 70 y principios de los 80 fueron años de mucho retroceso en lo social, del «No hay alternativa» a las medidas neoliberales. El sueño del 68 murió.

Años más tarde, cuando yo era un poco más mayor de lo que vosotros sois ahora, hubo un nuevo movimiento, de nuevo fundamentalmente estudiantil, de reacción contra el estado de cosas el mundo. Es el surgimiento de los movimientos antiglobalización de finales del siglo pasado. En aquella época era ya evidente que la globalización de la economía, vendida por los medios de comunicación como el mayor bien deseable, estaba exacerbando las injusticias y la destrucción de la Naturaleza. «Otro mundo es posible», decían los manifestantes. En esa ocasión no hubo negociación, solo represión. Pero aquellos jóvenes de entonces no se arredraron y siguieron manifestándose. Hasta que estalló la burbuja especulativa asociada a las nuevas tecnologías, entonces en plena expansión, lo que se llamó la «burbuja punto com«, y empezó una nueva crisis económica. De nuevo, no era momento para perder el tiempo con idealismos. Acto seguido se cometieron los atentados de las Torres Gemelas en Nueva York y con una nueva legislación antiterrorista global las manifestaciones al estilo de los años precedentes se volvieron imposibles. Una vez más, el sueño de una generación de construir un mundo mejor fue enterrado por el pragmatismo de la crisis económica, con el añadido una vez más de un fuerte retroceso de las libertades individuales en aras de la lucha contra el terrorismo.

Desde entonces, ha habido algunos intentos esporádicos de recuperar el espíritu altermundista, como fueron el 15M en España o Occupy Wall Street en EE.UU. A diferencia de los casos anteriores, estos movimientos de protesta no se acabaron por una crisis económica sino que comenzaron precisamente a raíz de una de ellas, la Gran Recesión de 2008. Y más que como búsqueda de una justicia global para todo  el planeta, surgen como una reacción más local y más egoísta, simplemente denunciando el empobrecimiento de las clases medias. Por eso mismo, en este caso no servían las llamadas al pragmatismo con las que se desactivaron los movimientos de finales de los 60 y 90 del siglo pasado; y solo se ha podido desactivar estos movimientos con la (pequeña) mejora económica de los últimos años.

Y así llegamos aquí. Y así llegamos a vosotros.

Vosotros, que estás viendo que el clima del planeta está cada vez más desestabilizado, mientras que los poderes públicos hablan mucho y pretenden hacer creer que están haciendo algo cuando en realidad no hacen nada. Y una vez más surge un movimiento de reacción, de protesta, que busca cambiar las cosas, que de una vez se haga lo que es debido.

Y yo, y tantos otros como yo, miramos atrás al camino, y nos inunda el temor de que, una vez más, con los argumentos de siempre, se pueda desarticular vuestro movimiento, tan necesario como lo fueron todos los anteriores.

En toda esta historia que os acabo de explicar, hay una clave a la vista y otra que se intenta ocultar.

La clave a la vista es que los anhelos de cambio y de reforma son siempre ahogados por la irrupción de una grave crisis económica, que obliga al mal llamado «pragmatismo» de aceptar auténticas barbaridades para poder salir adelante, para evitar caer en la miseria.

La clave que se intenta ocultar, o como mínimo maquillar, es que detrás de estas crisis hay siempre el mismo problema: el petróleo.

El petróleo es un recurso finito y del cual depende críticamente nuestra economía, pero, contrariamente a lo que se suele hacer pensar, los problemas con el petróleo no comienzan el día en que se agota por completo. Y es que el petróleo no se produce siempre a la misma velocidad. A medida que vamos extrayendo más y más, lo que queda es más residual y es más difícil de extraer. Por eso, en cualquier país hay un momento en el que se llega al máximo de extracción, o peak oil, y a partir de ese momento la producción de petróleo empieza a caer. Lo cual es un problema grave para ese país, porque tiene que aprender a pasar con cada vez menos petróleo: sus ingresos disminuyen, sus finanzas se resienten y eventualmente entra en crisis.

En 1972 los EE.UU. llegaron a su peak oil. Un año más tarde se desencadenó una crisis global.

En 2001, varios productores importantes llegaron a su peak oil. La producción de petróleo del mundo, que había crecido con fuerza desde 1980, empezó a frenarse, y se produjo una crisis global.

A finales de 2005 o principios de 2006, la producción mundial de petróleo crudo convencional llegó a su máximo. Dos años más tarde, comenzó la mayor crisis económica en décadas.

Análisis más detallados, como los que ha hecho el profesor James Hamilton de la Universidad de California San Diego, muestran que el petróleo ha estado siempre detrás de las grandes crisis económicas de los últimos cincuenta años.

La última de estas crisis, La Gran Recesión, fue tan profunda que hizo tambalearse el actual sistema económico, hasta el punto de que el propio presidente francés de entonces, Nicolas Sarkozy, llegó a plantear la necesidad de refundar el capitalismo. El caso es que, tras la caída de consumo de petróleo que supuso el inicio de La Gran Recesión, hacia 2011 el consumo se estaba recuperando… pero la producción no. Así que en EE.UU. se sacaron de la manga el petróleo de fracking: un petróleo de baja calidad, demasiado ligero y tan caro de explotar que las empresas que se dedican a ello han perdido dinero desde el principio, apalancándose en cantidades monstruosas de crédito. Un esquema tan absurdo que amenaza con derrumbarse en cualquier momento.

Para acabarlo de agravar, el petróleo crudo convencional sigue bajando su producción poco a poco, y los hidrocarburos líquidos no convencionales que se han añadido para compensarlo son de tan baja calidad que en su conjunto no son buenos para destilar diésel… y eso está haciendo que la producción de diésel haya comenzado a caer.

El diésel es la sangre del sistema, lo que mueve todo el transporte de mercancías. Si la producción de diésel disminuye, el sistema amenaza con derrumbarse. Y esto no es un detalle menor. No es algo que se pueda resolver de manera sencilla.

Con energías renovables, pensaréis quizá, como se dice y se repite en los medios de comunicación. Pues quizá sí o quizá no. Las energías renovables tienen muchas limitaciones, y no bastan para substituir de manera sencilla a los combustibles fósiles. No es evidente que podamos producir la misma cantidad de energía con fuentes renovables como lo hacemos ahora con no renovables, y en todo caso hacer la transición requeriría comenzar desde ya un esfuerzo semejante al de una guerra y durante al menos 30 años.

Por tanto, se tienen que hacer cambios mucho más profundos que lo que se habla. No tenemos alternativas sencillas por delante. No se puede mantener un sistema económico y social como el actual basándose en renovables y coches eléctricos. De hecho, no se puede generalizar el modelo del coche eléctrico. Nada es tan sencillo como se cuenta, y los cambios deberían ser muy profundos, no meramente cosméticos.

Ése es el reto que tenemos por delante. Ése es el reto que tenéis por delante. Y éstas son las dificultades.

Estamos a punto de entrar en otra grave recesión económica, en la que el petróleo y el diésel van a desempeñar un papel central. No podéis dejar que os desactiven con el argumento habitual, el del pragmatismo, ése que dice: «primero resolveremos la crisis económica, después ya vendrá lo demás», porque la crisis económica a partir de ahora será la situación habitual: el capitalismo se dirige a su fase final, porque los recursos empiezan a fallar y no le permiten seguir creciendo. Así que la crisis económica será en breve algo recurrente, continuo, instalado. Pero la crisis ambiental tampoco va a parar, aún menos la de los recursos, ni todas las otras crisis de sostenibilidad. No podemos esperar más, no valen excusas. Y si el sistema no funciona, tendremos que cambiar el sistema.

No os dejéis engañar con los parches que se cacarean desde los medios.Demonizar el coche de diésel solo sirve para ganar unos pocos años, sin resolver el problema real. El modelo de paso al coche eléctrico puede estar pensando para favorecer a los ricos y empobrecer aún más a los pobres. Y algo parecido pasa con determinados modelos de explotación de energías renovables. No hay una evolución simple desde donde estamos hacia donde deberíamos estar. Ir añadiendo sistemas renovables, con la idea de que algo vamos avanzando, no es necesariamente avanzar en la buena dirección. Hay que estudiar bien el problema y hacer propuestas meditadas, pues el problema es complejo. Quien os proponga soluciones simples, tenedlo por seguro, os está intentando engañar. Porque ése es nuestro gran temor: que os intentarán engañar. Os intentarán manipular. Intentarán que defendáis modelos simples que parecen funcionar (que os han hecho creer que funcionan) pero que en realidad perjudican a los más y benefician a los menos.

Y si descubrís la trampa y reaccionáis ante eso, si sois capaces de proponer soluciones que vayan a la verdadera raíz de los problemas, os atacarán con furia. Es lo mismo que pasó en 1968. Es lo mismo que pasó en 1997. Pero vosotros no sois los mismos que entonces fallamos. Confiamos en vosotros.

Os deseo mucha suerte y mucho coraje.

Mis afectuosos respetos.

Antonio Turiel
Marzo de 2019

 

 

https://ctxt.es/es/20190320/Firmas/25076/Adrian-Almazan-carta-a-las-jovenes-lucha-por-el-clima-pelea-resistencia.htm

 

Carta abierta a las y los jóvenes en lucha por el clima

Acabar con la emergencia climática, o más en general con la crisis social y ecológica, pasa por la pelea y la resistencia

ADRIÁN ALMAZÁN

20 de marzo de 2019

El pasado viernes me manifesté como vosotras por las calles de Madrid. Aunque cada día me parezca más lejano, hace apenas diez años que abandoné un instituto muy parecido al que recorréis todos los días y al que decidisteis faltar el pasado 15 de marzo para mostrar en la calle vuestro compromiso con la lucha contra el cambio climático. En estos diez años que me separan de muchas de vosotras he dedicado gran parte de mi tiempo a tratar de comprender cómo hemos llegado a la situación presente que hoy os alarma. También a intentar aclarar en mi cabeza a qué problema nos enfrentamos.

Me encuentro, como veis, en una posición extraña. A la vez cerca y lejos de vosotras. Lo suficientemente joven como para compartir la convicción de que el cambio climático es un problema que me afecta a mí y a mi vida, y lo suficientemente lejos como para no poder sentirme del todo una más de vosotras, en las que más bien veo a mi hermana pequeña (a la que recuerdo cambiar pañales y dar de comer hace ahora quince años).

Y desde ahí, desde ese punto un tanto indefinido, es desde donde escribo esta carta. Si habéis llegado a leer hasta aquí, no penséis que lo que pretendo es daros lecciones. Este movimiento es vuestro, y seréis vosotras las que tendréis que decidir qué hacer con él. Está claro, además, que ya os planteáis vuestras propias preguntas y buscáis respuestas que, al menos en mi experiencia, tienen la mala costumbre de ser un tanto escurridizas.

Lo que pretendo en estas líneas es transmitiros lo que quizá yo hubiera querido que ese hermano mayor que nunca tuve me hubiera contado cuando empecé a luchar por transformar este mundo. Escribo, de hecho, pensando en lo que hubiera dicho a mi hermana pequeña si me la hubiera cruzado el otro día por las calles de Madrid. Y son únicamente tres cosas, conclusiones personales de estos diez años de lucha y cuestionamiento que, por supuesto, no son incuestionables. Para mí, sin embargo, han sido primordiales y me acompañan en casi todo lo que hago.

La primera es que el cambio climático no es ni el único ni el más grave de los problemas a los que hacemos frente a inicios de este siglo XXI. No voy a ofreceros datos, ni remitiros a informes, ni a alarmaros con plazos breves de acción. Tan sólo quiero señalaros que el proceso en el que estamos hoy inmersos más que a una crisis puntual, la climática, se parece a una especie de fallo múltiple de casi todo en lo que se ha basado la vida de sociedades como la nuestra en los últimos siglos. Y ahí un factor clave es el de la energía, en particular el petróleo.

Entre otras cosas, aquello que ha hecho de nuestras sociedades una verdadera excepción histórica ha sido la posibilidad de utilizar un combustible como el petróleo. Éste, en el fondo, está detrás de la construcción de nuestras ciudades, permite que vivamos en ellas como lo hacemos, ha generalizado la posibilidad de viajar mucho y muy lejos, ha permitido que la economía crezca, ha sostenido un aumento tremendo de la población, y muchas otras cosas. Pero también ha sido el causante de fondo, como sabéis, del cambio climático. Y no sólo.

El modo en que las sociedades humanas se han extendido por todos los rincones del globo ha tenido un efecto muy fuerte sobre el resto de la vida, vegetal y animal, del planeta. Nuestra forma de vivir ha arrasado en pocas décadas territorios enormes y ha puesto en tela de juicio el funcionamiento de muchos ecosistemas. De hecho, hoy se habla ya de que vivimos una sexta Gran Extinción, de que nuestra mera presencia en el planeta es equiparable al impacto del meteorito sobre la tierra que acabó con los dinosaurios. Y eso no significa únicamente que muchas plantas y animales vayan a desaparecer, sino que como para vivir (tener agua, respirar aire limpio, alimentarnos, etc.) dependemos directamente de todo el conjunto de vida de nuestro planeta, de Gaia. La destrucción que estamos generando se parece mucho a cortar poco a poco una rama sobre la que estuviéramos sentados a una altura considerable.

Por tanto, nuestra adicción a los combustibles fósiles pone en peligro el clima, destruye nuestro planeta y además nos mete en un callejón sin salida. El petróleo, el gas y el carbón (como cualquier otro material que podáis imaginar) es finito. La idea de que nuestro consumo de ellos puede crecer de manera indefinida para sostener un crecimiento parejo de la economía es simplemente absurda. Hoy sabemos ya que la disponibilidad de petróleo está empezando a decaer y por eso hablamos de que se ha atravesado el pico del petróleo (y también de otros materiales…).

La suma de las consecuencias desastrosas del uso del petróleo y de los efectos devastadores que tiene ya, y que cada vez más tendrá en el futuro, su escasez, es la que nos permite decir que además de en una emergencia climática estamos inmersos en una crisis social y ecológica que pone severamente en cuestión la posibilidad de continuar manteniendo un modo de vida como el que vosotras y yo mismo hemos conocido durante toda nuestra vida.

Y esto me lleva a la segunda cosa que querría compartir con vosotras, que es mi convencimiento de que ante el problema al que nos enfrentamos no bastarán cambios legislativos parciales y transformaciones tecnológicas. Justificar algo así requeriría, probablemente, mucho más espacio del que pretendo que esta carta ocupe. De modo que hasta cierto punto seguramente hará falta un análisis propio por vuestra parte para decidir si creéis o no lo que digo.

Lo que personalmente considero que se concluye de lo que decía en el primer punto es que el problema que tenemos no es parcial, sino que afecta a casi todos los elementos que forman hoy parte del funcionamiento “normal” de nuestras sociedades. Pensad un momento a qué se parecería un mundo en el que no usásemos combustibles fósiles. En primer lugar, no podríamos tener un coche personal, ni nosotros ni nadie. La vida en las ciudades como las nuestras, que depende de consumir mucha energía y de productos que vienen desde muy lejos a través de los sistemas de transporte, no podría mantenerse. Pero la economía tampoco podría crecer como lo hace, y creo que todos sabemos a qué se pareció el episodio más reciente de bloqueo (en realidad desaceleración) de la economía: eso fue la famosa crisis económica que os habrá acompañado como un fantasma en casi toda vuestra vida consciente.

Pero es que, además, si todo lo anterior es así, nuestros deseos y expectativas tampoco podrían mantenerse sin cambios. Sin combustibles fósiles habría que despedirse de coger un avión cuando nos dé la gana. Si no podemos depender de comer la comida que, producida en otros continentes y envasada en plástico en grandes fábricas, llega a nuestra casa en las ciudades a través de los supermercados, ¿qué haremos? Quizá tendríamos que tomarnos en serio aprender a cultivarla, e incluso vivir en lugares en los que pudiéramos hacerlo (y eso no es precisamente el centro de la gran ciudad…)

¿Y qué me decís del enorme consumo eléctrico del que hoy depende nuestro ocio y nuestro trabajo? Móviles, ordenadores, televisiones… Todo ello consume enormes cantidades de electricidad que, sí, se produce sobre todo a partir de petróleo (cuando no de cosas peores, como el uranio de las centrales nucleares. Imagino que todas vosotras recordáis Fukushima…).

Por tanto, lo que necesitamos para hacer frente a la crisis ecológica y social es cambiar por completo nuestra vida, nuestra economía, nuestros deseos, nuestra forma de habitar, de comer… Y eso no depende de una ley o de un impuesto, de una prohibición puntual o de un decreto. Incluso si una ley prohibiera de un día para otro el uso de combustibles fósiles, todos los problemas de los que os hablaba seguirían estando ahí. El drama de que nuestro mundo necesite autodestruirse para funcionar significa que parar la destrucción implica volver a pensar cómo hacer casi todo.

Seguro que muchas de vosotras, al leer lo anterior, habréis pensado que exagero. O más bien que olvido la existencia de muchas tecnologías que quizá mitigarían la radicalidad de los cambios que apunto, que harían posible que muchas cosas siguieran funcionando casi igual a como lo hacen hoy en día. El coche eléctrico, las energías renovables, los robots de producción de alimentos y mercancías, etc.

Mi experiencia, y mis estudios, me han llevado a concluir que es un error pensar que podremos luchar contra esta crisis simplemente mediante la invención de nuevas tecnologías. Y eso por dos razones. La primera, que no existe ninguna innovación tecnológica que pueda compatibilizar el fin de la crisis ecológica y social y el tipo de sistema económico y productivo que tenemos hoy. Las energías renovables no pueden sustituir al petróleo porque ni producen la misma cantidad de energía ni sirven para muchas cosas importantes que dependen del petróleo (por ejemplo, fabricar fertilizantes químicos); los coches eléctricos siguen dependiendo de materiales escasos y no hacen frente a, por ejemplo, el problema de la destrucción de Gaia, etc.

Y, por tanto, si es así, las tecnologías tampoco bastan porque simplemente algunos de nuestros problemas no son técnicos. ¿Pueden las tecnologías cambiar automáticamente nuestras expectativas, transformar nuestras economías, llevarnos a acordar una reducción de consumo? Yo creo que no. Es más, lo que históricamente han demostrado es que por cada problema que solucionan suelen generar otros inesperados y, a veces, más graves. Pensad si no en la energía nuclear, que al pretender (falsamente, por otro lado) dar por cerrado el problema energético, en realidad generó el enorme problema de los residuos nucleares y de los accidentes, además del de la proliferación nuclear (es decir, la extensión por todas partes de las armas nucleares).

Y, hablando de armas, termino ya con la tercera cosa, quizá la más desagradable pero no por ello menos importante. No podemos olvidar que cualquier lucha por transformar el mundo, como la vuestra (o más bien la nuestra), está profunda e irremediablemente atravesada por el conflicto y la violencia.

Imagino que a menudo os habréis preguntado, o al menos yo lo hago, cómo es posible que hayamos podido llegar hasta aquí sin que nadie haga prácticamente nada frente a problemas que son o relativamente evidentes o, a día de hoy, profundamente conocidos y estudiados. Una clave que en mi opinión es muy importante es simplemente ser consciente de que esta autodestrucción del mundo es “beneficiosa” (en el sentido estrecho del beneficio económico) para una enorme cantidad de gente.

En el fondo es relativamente sencillo. Igual que ningún jefe ha tenido históricamente demasiado problema para empeorar conscientemente la vida de sus empleados con el fin de enriquecerse, las grandes empresas y los especuladores internacionales no parecen tener demasiado problema en seguir alimentando esta auténtica locura destructiva si con ello pueden seguir manteniendo sus ganancias.

Y esto, que dicho así puede resultar desagradable pero relativamente inocuo, encierra una enorme cantidad de violencia. La violencia de la esclavitud en las fábricas chinas, de los pueblos y territorios devastados para obtener determinada materia prima, de los migrantes llamados “climáticos” (aquellos que tienen que abandonar sus tierras por las transformaciones que éstas sufren como efecto del cambio climático), de una vida vacía basada únicamente en un consumo que hoy ha demostrado sólo poder llamarse suicida…

Pero lo anterior no debería situarnos en la posición de eludir cualquier responsabilidad, de culpar únicamente a las élites y quedarnos tan tranquilos. Los primeros privilegiados, y por tanto hasta cierto punto responsables, de lo que sucede en el mundo somos nosotros y nosotras, especialmente en un país como España. Gran parte de la violencia que vemos en el mundo no surge de la nada, espontáneamente, de la barbarie o la ignorancia de pueblos que se matan entre ellos por placer. La realidad es que el grueso de los conflictos están relacionados con intereses geopolíticos que en el fondo sólo reflejan una cosa muy simple: para que nosotras y nosotros podamos mantener nuestro modo de vida es necesario que exista guerra, violencia y miseria en muchos otros lugares del mundo (que, paradójicamente, soportan toda esa miseria gracias a la promesa de que algún día, y de alguna manera, también podrán vivir como nosotros lo hacemos).

¿Cómo no conectar la presencia de combustibles fósiles, y la lucha por su control, y todas las guerras que han sacudido a Oriente Medio? ¿De verdad pensamos que es casualidad que el Congo, un país que lleva décadas inmerso en una guerra perpetua, posea uno de los yacimientos más grandes del mundo de coltán (un mineral fundamental para la construcción de todas las nuevas tecnologías)? Los ejemplos se podrían multiplicar. Y, de hecho, aunque no entraré en esa cuestión, lo que vemos es que  en verdad nuestro mundo se ha introducido en una especie de dinámica que no parece dejar mucho margen de maniobra, que se impone por igual a los ganadores y los perdedores de su sanguinario juego.

Lo anterior, sin embargo, es importante tenerlo en cuenta porque lo que nos dice es que cualquier cambio necesariamente será, en un grado u otro, violento. Si partimos de la base de que no va a ser posible que exista un consenso general, mundial y simultáneo al respecto de qué hacer frente a la crisis social y ecológica, siempre existirá quien se oponga. Más bien grupos enteros que se opongan a transformaciones que pongan en tela de juicio sus intereses. Y con ello no sólo pienso en las grandes multinacionales del petróleo, sino en todas y cada una de nosotras si tuviéramos que renunciar al 90% de nuestro consumo a fin de construir un escenario a la vez equitativo y sostenible en el tiempo.

Sólo hace falta recordar la explosión que en Francia han protagonizado los “chalecos amarillos”. Aunque como todo fenómeno social su naturaleza es compleja, no podemos olvidar que una de sus bases fue una subida del diesel que simplemente actuó como una suerte de límite al consumo que se vivió como una imposición brutal a la libertad y los privilegios asumidos por la sociedad francesa.

Y esto es importante. Incluso en el escenario en que tuviéramos un Estado que decidiera poner en marcha medidas encaminadas a hacer frente a la crisis presente, no podemos olvidar que tanto los mercados como los ciudadanos de a pie sentirían éstas como un enorme ejercicio de violencia y, por tanto, no dudarían en levantarse y oponerse a ellas. Y entonces, ¿qué habría que hacer? ¿Imponerlas por la fuerza, usando a la policía o los militares? Hoy se multa a quien no respete las restricciones de Madrid Central, pero ¿qué nivel de represión haría falta desplegar para imponer el abandono de los combustibles fósiles o la reducción del consumo? Y, por otro lado, ¿cómo no pensar, sabiendo lo que sabemos de la corrupción y del Estado, que la gente en los cargos de poder no limitaría a la fuerza los privilegios de los demás manteniendo, o incluso aumentando en el peor de los casos, los suyos propios?

Todo lo anterior nos deja ya en el ámbito de las preguntas sin respuesta, esas preguntas que movimientos como el vuestro o como muchos otros que trabajan por los mismos objetivos deben responder en la práctica y en la teoría con su trabajo cotidiano. En mi opinión, lo único que es difícil no ver es que la violencia que generará el deseo de mantener los privilegios, o la imposición desde arriba de lo que “necesitamos” en el marco de una falta de acuerdo, nos obliga a tener en mente que conseguir acabar con la emergencia climática, o más en general con la crisis social y ecológica, pasa por la lucha y la resistencia.

Por eso personalmente hace tiempo que concluí que luchar y resistir significa trabajar colectivamente (solos siempre seremos débiles), ponerme en cuestión a mí mismo y mis expectativas (un ejercicio que puede llegar a ser tremendamente violento) y lograr, en la medida de mis posibilidades, transformar aquí y ahora mi vida y mi territorio de manera que lo haga compatible con aquello que pienso que necesitaríamos, que evite la violencia de una imposición forzosa de algo que entre todas podemos voluntariamente construir, y que por supuesto nos tocará defender en el presente y en el futuro de aquellos que no tienen interés en que seamos autónomas.

Y eso lo han entendido bien, por ejemplo, los pueblos originarios que en América Latina, Asia o África arriesgan sus vidas para defender sus territorios y su autonomía (política y material) contra el extractivismo, contra la destrucción causada por el ansia de obtener más materiales, más petróleo, más agua dulce… Sin embargo, la respuesta que cada una dé, individual o colectivamente, a la pregunta sobre qué puede significar luchar y resistir le pertenece. Nadie debería robarle su derecho a encontrarla. Y yo, desde luego, ni podría hacerlo ni lo pretendo. Espero simplemente que estas líneas se integren como un renglón más en una larga conversación que nos pertenece a todas. Yo, por mi parte, seguiré leyéndoos atentamente.