Participad, participad, malditos
Alica García Ruiz
Muchos recordamos que en los comienzos de los noventa la palabra «participación» se coreaba en cursos de Ciencias Políticas, organismos de investigación social y discursos de representantes públicos. De alguna manera, había que hacer participar a esos «solitarios jugadores en la bolera» de los que hablaba Robert Putnam, individuos encapsulados en su privacidad, con los que se ilustraba el problema del declive del capital social y de la participación ciudadana en la vida pública.
Activadas las voces de alarma en España, la lectura que se hizo desde la política oficial de partidos de esta tendencia al distanciamiento institucional fue extremadamente interesada: el problema no era tanto la falta de comunicación de la política de partidos con los ciudadanos sino el hecho de que estos no votaran y la crisis de legitimidad que ello planteaba: sin electores es difícil sostener un concepto de representación, en su sentido más rudimentario, desde luego. Había que hacer eso que hoy llaman «pedagogía política»: llevar al ciudadano, aunque fuera de la oreja, al colegio… electoral.
Favorecer la desmovilización paulatina
Buena parte de la energía política de la sociedad española en los años inmediatamente posteriores al régimen fue neutralizada mediante una burocratización de la agenda social que, más que canalizar, fagocitó la inquietud y movilización de sectores activos de la sociedad civil entre las mandíbulas de una estructura de partidos que se ofrecía como dispensador de prebendas y gran administrador por turnos, favoreciendo así la desmovilización paulatina, el auge de una versión de la política como pura gestión y un retiro indolente a la esfera privada. Incluso el término «desencanto» se puso de moda, como si alguna vez hubiéramos tenido razones en este país para estar unánimemente encantados por algo.
Así pues, veinte años después de aquellos cánticos a la participación, nos toca seguir haciendo preguntas incómodas. ¿A qué participación invitan hoy los políticos a la ciudadanía? ¿Está dispuesto el actual sistema de gobierno no solo a contemplar dentro de categorías penales, sino a escuchar otras formas de actividad política? Surgen cada vez más dudas (razonables) de que en el diseño y funcionamiento de las instituciones actuales haya voluntad real de dar voz a los ciudadanos; parecen, más bien, encaminadas a ir prescindiendo a marchas forzadas de la presencia de estos, cuando no directamente a reprimirla.
Se pide a los ciudadanos el poder de su número, no su conciencia democrática. Es hora de plantear si la deseada ‘participación’ solo consiste en el aplauso a las medidas más o menos favorables a los propios intereses o preferencias o también, antes que nada, en la convicción de tener derecho a ser tomado en cuenta en el debate político, en el sentimiento, en definitiva, de ser, de contar, en un marco de referencia de carácter político. Porque la inserción de la papeleta en la urna cada cuatro años no es el objetivo ni el final del proceso de la vida política sino una de sus diversas manifestaciones, que en modo alguno equivale a la entrega colectiva de un cheque en blanco a los gobernantes.
Llamamientos a la mera agregación
Votantes y votados deberían ser ahora más conscientes que nunca de ese hecho, particularmente cuando, en vísperas de elecciones, los partidos en el poder que realizan los mayores recortes presupuestarios y consienten las mayores demostraciones de represión, se apresuran a hacer llamamientos institucionales al voto, al poder de la mera agregación, al ‘hacer cuerpo’, ‘fer costat’ o compactarse. Como si la metáfora política del cuerpo único no hubiera traído consigo suficientes desgracias en la historia de los estados modernos y como si muchos de esos cuerpos individuales instados a formar con su carne ese gran cuerpo político imaginario no hubieran sido ya desahuciados de sus casas o condenados a pagar más cuanto más enfermos se encuentran.
En uno de sus escritos de la década de los noventa, Claude Lefort afirmaba que «la representación política, aun siendo indispensable, no es más que uno de los medios por los cuales los grupos sociales logran dar una expresión pública a sus intereses o aspiraciones y a la toma de conciencia de su fuerza y sus oportunidades en el conjunto social.» En la actualidad, asistimos a diario a una auténtica carga mediática contra cualquier expresión pública de las aspiraciones o necesidades de grupos sociales que se efectúe más allá de los canales formales de la representación.
Ante esto, es importante llamar a las cosas por su nombre: profunda hipocresía es, y sin paliativos, el hecho de que mientras se criminaliza la protesta social como antidemocrática, se acelere la sumisión a instancias exteriores no democráticas, no elegidas y que no rinden cuentas a nadie. Los diversos organismos financieros que se están gestando en Europa, orientados a la llamada estabilidad presupuestaria, constituyen buenos ejemplos de este tipo de instituciones no democráticas, que presentan inquietantes rasgos de leviatanes económicos.
En cambio, la manifestación de la ira justificada de quienes están sufriendo daños irreparables no es participación política, nos dicen, sino exabruptos antisistémicos o incluso actos protogolpistas. Ahora bien, cuando quienes están en el poder codifican de esa forma la expresión pública del malestar se avanza en una dirección antipolítica muy peligrosa y en un deterioro galopante de la vida pública. La historia es conocida: se empieza por ningunear la discrepancia de los gobernados y se acaba en una indistinción entre disidente y enemigo público, construyendo el hecho de la disidencia como ‘cuerpo extraño’ a la sociedad, que ha de ser extirpado.
Recientemente, partidos más o menos situados en la familia de las izquierdas han comenzado a hacerse eco de la tensión parlamento-calle y de la necesidad de escuchar esas voces de la alteridad política. Lo malo es que algunos parecen haberlo descubierto a última hora, justo cuando ya no están en el poder. Más vale tarde que nunca, es cierto, pero con matices. Una cosa es hacer autocrítica y otra caer en la cuenta, tarde, de que los gobernados contaban como ciudadanos y no solo computaban como votantes. Tienen por delante una travesía por el desierto para meditarlo con seriedad.
Sin necesidad de rendir cuentas
Vivimos un tiempo muy laxo en cuanto al valor de la promesa, incluida la promesa política, en la que tanto abundan los malos pagadores. Hoy en día, los gobernantes quebrantan incesantemente sus compromisos y programas electorales, para luego hacer proclamas a favor de la necesidad de grandes pactos. Los gobernados, en cambio, parece que hubieran de quedar aherrojados por su voto, sin otra posibilidad reconocida de acción política y sin que sea necesario ni siquiera rendirles cuentas de lo hecho y, sobre todo, de lo no hecho.
Ahora bien, en cualquier sistema donde el Gobierno no sea mera expresión de la fuerza, el pueblo se compromete, por la promesa o pacto, a ser gobernado, aunque con un matiz esencial. El pueblo cede, pero no entrega, su soberanía a los representantes, a los cuales les concede solo el poder de ejecutarla. Porque si la vida política es algo más que votar, votar es algo más que colocar a unos o a otros en el poder. Es cierto que una impugnación constante de los representantes elegidos no hace posible la gobernabilidad pero tampoco es aceptable el otro extremo, desatender sistemáticamente la protesta y considerar la promesa ciudadana que se expresa en el voto como un yugo inamovible.
Esa promesa política es una cesión temporal, condicionada al cumplimiento de las condiciones pactadas. Justamente porque lo que distingue un vínculo de una cadena es esa capacidad de mantener o revisar las promesas con arreglo a buenas razones, que han de ser explicitadas de un modo debatible. Si esos políticos que tanto se jactan, en todas las escalas, de haber conseguido mayorías, no tienen inconveniente en quebrantar sus promesas electorales, tampoco deberían rasgarse las vestiduras cuando los gobernados no desean ser subyugados por una promesa que, a fin de cuentas, puede haber perdido su sentido.
Y menos aún arrogarse la facultad ventrílocua de hablar por el pueblo a través del poder del número. Muchos de nuestros dirigentes ignoran que, a diferencia del Estado absoluto que concibió Hobbes, en una verdadera democracia las promesas arrancadas por el miedo no son válidas y los pactos no se mantienen por la fuerza de la espada. Es hora de que todos cumplan su palabra.
- Fuente: http://www.elperiodico.com/es/noticias/elecciones-2012/participad-participad-malditos-2256157