Uno de nuestros filósofos políticos más perspicaces, Daniel Innerarity, subraya cómo en nuestras sociedades complejas, compuestas de esferas o subsistemas sociales que funcionan cada uno con su propia dinámica (la economía, la cultura, la sanidad, el Derecho, la educación…), los conflictos e incompatibilidades resultan inevitables. Bien. Y anota entonces que, con la crisis sanitaria del coronavirus, “el caso más chocante es lo que está pasando con el medio ambiente, que ha mejorado con el parón de la economía”.[1] Ah… detengámonos en ese adjetivo, chocante. ¿Chocante para quién? Seguramente no para el propio Innerarity, quien no ignora que esa mejora de los índices de contaminación o de la vitalidad de muchas clases de seres vivos es precisamente lo que cabía esperar: cuando nuestro sistema ecocida de extracción, producción, consumo y vertido se ralentiza, la biosfera da un suspiro de alivio. El profesor vasco está seguramente haciéndose eco del sentido común dominante, al cual sí le sorprenderá que pueda suceder algo así.
Y no obstante, algo inquieta en la reflexión de Innerarity: pues sí parece dar por hecho que, al no haber (ya) un “hecho social total” (Marcel Mauss) sino aquella diferenciación de esferas y diversidad de perspectivas, el medio ambiente es una esfera más entre las otras a la que se aplicará “el dramatismo de las decisiones en un entorno de complejidad”. Y aquí sí se muestra, creo, un error de fondo –omnipresente en la cultura dominante. No hay un “hecho social total”, pero sí un hecho ecológico total: sin una biosfera habitable, lo demás sobra. Esa precedencia no es una demanda ideológica ni es la reivindicación de un sector social particular (digamos, los ornitólogos, las defensoras de la flora mediterránea, los paseantes por geoparques u otras amantes de la vida silvestre): es la precondición de todo lo demás. Ecosistemas desbaratados, biodiversidad masacrada, recursos minerales menguantes y clima infernal no es que hagan más difícil la persecución del bien común, sino que imposibilitan la vida humana (y muchas otras formas de vida, por descontado). No es casualidad ni exageración que estén organizándose movimientos sociales que incorporan la palabra “extinción” en el nombre que se dan a sí mismos, como Extinction Rebellion. Y estamos en una cuenta atrás.
Se puede anticipar la respuesta que probablemente daría el profesor Innerarity: aunque ello sea objetivamente así extramuros (por emplear mi propia terminología), hace falta que los agentes políticos intramuros asuman lo ecológico como un problema, y ello lo convertirá en una esfera sociopolítica más que competirá con las otras. Pero una constatación así es parte del problema… ¿De verdad nuestras sociedades complejas supuestamente reflexivas y “del conocimiento” son incapaces de distinguir entre lo esencial y lo secundario, de incorporar la protección de sus propias condiciones de existencia a la articulación de sus políticas? Algo muy interesante ha sucedido durante la crisis sanitaria de la covid-19, como ha observado Santiago Alba Rico: los Gobiernos han sido capaces de elaborar listas de actividades esenciales, se las han arreglado para distinguir entre lo importante y lo secundario –algo que de entrada está vetado bajo el orden mercantil del capitalismo.[2]
[1] Daniel Innerarity, “El drama de decidir”, El País, 1 de mayo de 2020; https://elpais.com/opinion/2020-04-30/el-drama-de-decidir.html
[2] ”Frente a la amenaza del coronavirus, la necesidad del confinamiento, que pocos pueden cuestionar, ha obligado al Gobierno a tomar una decisión, en definitiva, filosófica: a distinguir, quiero decir, entre lo esencial y lo no esencial. La lista de ‘actividades no esenciales’ interrumpidas para proteger la salud pública no es quizás la única imaginable, pero lo que me interesa aquí es la discusión misma; el hecho de que estos términos (esencial/no esencial) se conviertan de pronto en el centro de una discusión pública y de una decisión que es, al mismo tiempo, económica, política y cultural (…). La pregunta misma por ‘lo esencial’ impugna el mundo en que hasta ahora nos movíamos como peces en las nubes: un capitalismo que explota todo por igual, incapaz de hacer distinciones entre el trigo y los misiles y que no contempla nunca en sus balances, por evocar al olvidado Bataille, el ‘gasto improductivo’. Para el Mercado todo es imperativamente funcional: vender coches de lujo no es un lujo, sino una necesidad económica. En este sentido, puesto que impide plantear la pregunta por lo esencial, el Mercado, con su profusión indiscriminada de objetos de consumo, impide también, paradójicamente, los lujos: todo lo que hacemos tiene ya, tanto en el espacio de la producción como en el tiempo del ocio, significado económico…” Santiago Alba Rico, “¿Qué es lo esencial?”, El País, 15 de abril de 2020, https://elpais.com/elpais/2020/04/14/opinion/1586878609_716075.html