Entrevista realizada por Rosalía ROMERO*
Todos lo que lo conocieron saben, además, que el hombre Sacristán estaba por encima de la obra escrita que dejó: como filósofo comunista en una dictadura de signo contrario tuvo que trabajar en condiciones muy adversas y no pudo escribir todo lo que llevaba dentro. Pensó y actuó siempre contra la corriente, durante la dictadura y después. No sólo los marxistas de este país, sino también los movimientos sociales críticos y alternativos, tienen una deuda intelectual con él. Pero hay algo más. Los filósofos más jóvenes deberían saber que debemos a Sacristán también otras cosas. Subrayaré tres: una de las lecturas más agudas que se han hecho en Europa de la obra del primer Heidegger; el descubrimiento, a comienzos de la década de los cincuenta, de la importancia de la obra de una autora entonces casi desconocida, Simone Weil; y una propuesta de reestructuración de los estudios de filosofía que avanza lo que luego se llamaría «tercera cultura».
La denuncia de la contraposición entre lo que se dice hacer en nombre de La paz perpetua, y más en general, en nombre de la ética kantiana, y lo que se hace realmente ha sido desde entonces un tema recurrente en la filosofía alemana. Está, por ejemplo, en el Musil de El hombre sin atributos. Y reaparece en el libro de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Arendt se queda pasmada ante la declaración de Eichmann en el sentido de que se ha inspirado siempre en la ética kantiana; y este pasmo da origen a una de las reflexiones más interesantes para la conciencia moral del siglo XX. Pues bien, ahora, cuando se habla otra vez de «guerras éticas» y de «guerras humanitarias» y se cita a Kant, volvemos a estar en una situación semejante a la que denunciaban Kraus, Musil y Arendt. La hipocresía del militarismo no tiene límites. Pero con la indignación ante esto no basta. Ni tampoco, obviamente, con «la vuelta a Kant». Sobre todo si se vuelve a Kant para justificar las fechorías de «los nuestros» en Irak, en los Balcanes, en Chechenia o en cualquier otro lugar del mundo.
Lo que hace actual el sarcasmo de Karl Kraus al que me he referido antes es que, al acabar la guerra fría y después de la disolución del Pacto de Varsovia, se vuelva a mencionar el nombre de Kant en vano. En vez de potenciar la Asamblea General y de propiciar una reforma del Consejo de Seguridad en la línea de una federación de pueblos o estados libres, lo que se ha hecho en el mundo unipolar resultante, y bajo la hegemonía de los EEUU. de Norteamérica, ha sido subordinar la ONU a los intereses de la OTAN. Esto, que era ya patente en la guerra del Golfo Pérsico, se ha acentuado todavía más en 1.999, en ocasión del conflicto de Kosovo. La mayoría de los expertos en derecho internacional están hoy de acuerdo en que se está produciendo un retroceso no sólo en relación con lo que podría ser un derecho cosmopolita sino incluso por comparación con los documentos fundacionales de la ONU. La única diferencia de nota en este acuerdo es que mientras una parte de los expertos desearía sencillamente que se respetara el espíritu fundacional (frente al expansionismo de la OTAN), otra parte mantiene que están dadas todas las condiciones para una reforma democrática de esta institución. Estos últimos son, en mi opinión, los que están más cerca del planteamiento kantiano.
Si entendemos la palabra filosofía en un sentido amplio (y también kantiano), o sea, no como filosofía académica y sistemática, sino como filosofar, se podría empezar con una selección de escritos de John Muir (1.838-1914) sobre conservación de la naturaleza y seguir con los escritos de Podolinsky sobre contabilidad energética. Y luego, claro está, pasar a Aldo Leopold. Todos esos textos están en curso de publicación en castellano, en una colección de «Clásicos del Pensamiento Crítico» que Jorge Riechmann y yo estamos sacando en la Editorial Los Libros de la Catarata.
Optimismo y pesimismo son palabras que se usan habitualmente para expresar estados de ánimo. Cuando se utilizan para calificar filosofías o filosofares hay que andarse con cuidado. La mayoría de los pensadores habitualmente calificados de pesimistas antropológicos a mí me dan ánimos para seguir resistiendo. Eso me pasa leyendo a Maquiavelo, a Gracián, a Leopardi, a Schopenhauer, a Weber, a Einstein, a Camus o, más recientemente, a Alexandr Zinoviev. Cuando era joven hice mía la palabra de Gramsci: «Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad». Ahora que ya no lo soy me considero un marxista leopardiano. Esto lo descubrí leyendo a Jonh Berger. En cierto modo la naturaleza nos «ha abandonado»: ella a nosotros. Pero lo que llamamos naturaleza o condición humana es algo tan plástico que no se presta a hacer predicciones, ni optimistas ni pesimistas. Si hay que atenerse a la experiencia histórica habría que decir que el homo sapiens sapiens ha aprendido la mayor parte de las cosas importantes por shock, a golpes. Llevamos siglos intentando racionalizar esto sin éxito. El método científico es lo que más se acerca a un conocimiento equilibrado, mesurado, de la naturaleza y del hombre. Por tanto necesita también su bozal.
Estoy escribiendo un libro sobre estas cosas de las que acabamos de hablar. Espero tenerlo listo para abril. Son los temas de un curso sobre ética y filosofía política que llevo impartiendo desde hace cuatro años en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. En el fondo es una reflexión sobre el mundo actual «visto desde abajo». Y se basa en una broma: la posibilidad de construir una teoría general de la relatividad del movimiento de los cuerpos políticos que permita explicar por qué los conceptos básicos de un pensamiento liberador, ilustrado y republicano han sido deshonrados y, sin embargo, seguimos utilizando las palabras en que se expresaron.
Ningún pensador del siglo XX ha ido tan lejos como Simone Weil en la comprensión de lo que es la desdicha en la condición humana. No es ajeno a la radicalidad de su enfoque el hecho de que se trata de una mujer, y de una mujer desdichada. Pero tampoco el hecho de que haya sido mujer explica sin más el carácter, a la vez profundo y conmovedor, de sus consideraciones sobre la desdicha. Simone Weil fue una mujer excepcional, de una sensibilidad para captar las implicaciones de la vida desgraciada de los seres humanos que no tiene parangón en la filosofía occidental. No hay duda de que esta sensibilidad tiene en ella una dimensión profundamente religiosa y mística. Pero lo admirable, en su caso, es que esta dimensión religiosa de su pensamiento haya ido de la mano con la preocupación social y el interés por la ciencia y que haya cuajado en una coherencia práctica que nos deja sin palabras para calificar su conducta.
Lo que me propongo en la conferencia es estudiar con detalle cómo y por qué vías pasó del análisis de la opresión social y de la condición obrera en la fábrica (entre 1.934 y 1.939) a la comprensión de la desdicha de los pobres del mundo como un estado de la condición humana, que tiene mucho que ver con el dolor y el sufrimiento, pero que rebasa estos sentimientos por su permanencia. En su acercamiento radical de lo que es la desdicha Simone Weil ha descubierto un hueco importante en la cultura laica, que apenas tiene pensamiento para esto. Y ese descubrimiento la ha llevado, a los treinta y dos años, a una crítica tan radical de la política y de los derechos en la modernidad que no hay ética de base laica que pueda sostenerse, en una plétora miserable como es nuestro mundo, sin medirse con ella. Mi conclusión es que ese diálogo y el pensamiento religioso de Simone Weil sobre la desdicha y la ética laica está aún por hacer y que es central en la época del SIDA y de la ingeniería genética, del paria universal y del uniformismo cultural, del hambre generalizado y de la sociedad del despilfarro. Es el diálogo que corresponde a la conformación de la conciencia moral del siglo XXI.