una entrevista con paul kingsnorth, por cortesía de sara plaza

[fuente: https://emergencemagazine.org/story/the-myth-of-progress/ ]

 

El mito del progreso

Una entrevista con Paul Kingsnorth

 

En esta entrevista el escritor Paul Kingsnorth reflexiona sobre algunos de los temas centrales que ha venido explorando a lo largo de su trayectoria como escritor y ensayista. La conversación se centra en el “mito del progreso”, el fracaso de la tecnología para cumplir la promesa de “buena vida”, y cómo una y otro nos han conducido a la crisis ecológica. Kingsnorth explica cómo los viejos mitos ofrecen una manera de sobrellevar la incertidumbre inherente a nuestro tiempo, y cómo aguzar el oído para que preste atención a otras historias.

 

 

Emmanuel Vaughan-Lee para Emergence Magazine: Me gustaría comenzar con una pregunta genérica que sirva para contextualizar nuestra conversación: ¿qué papel tienen las historias, los relatos, a la hora de ayudarnos a entender la crisis ecológica en la que estamos inmersos?

 

Paul Kingsnorth: Veamos, en un sentido, todo lo que hacemos es una historia, todo lo que pensamos es una historia y todo lo que nos contamos a nosotros mismos sobre el mundo es una historia. Cada cultura tiene sus propias historias, de ahí que las distintas culturas terminen siendo tan diferentes entre sí. Construimos un relato, por ejemplo, sobre nuestra relación con el resto de la vida que hay sobre la tierra. De modo que, si pensamos en la sociedad occidental moderna, podríamos decir que lo que esa historia cuenta es que hay algo ahí fuera llamado “naturaleza”, que es bastante diferente de los seres humanos. Nosotros estamos o bien por encima o bien separados de ella, y la relación que mantenemos se basa en la extracción.

 

Cualquiera de las culturas indígenas del mundo contaría una relación distinta. Muchas de esas culturas no tienen una palabra para naturaleza porque no la ven como algo diferente, lo cual es cierto para la mayoría de las culturas premodernas.

 

Me da la impresión de que estamos viviendo una era de crisis global. Es más que una impresión, y en buena medida es constatable. Tenemos conocimiento del cambio climático, de las extinciones en curso, de la deforestación y de todos los desastres que la sociedad industrial está produciendo en el planeta.

 

Abrigo la sospecha de que mucho de todo esto tiene que ver con habernos contado historias equivocadas sobre la relación que la humanidad mantiene con el resto de la Tierra. Si eres una sociedad que se cuenta que los seres humanos no forman parte de la naturaleza, que los seres humanos son el centro y lo primero del planeta, que la vida se mide principalmente en términos económicos y científicos, entonces acabas teniendo una relación con el resto de la Tierra y con el resto de la vida en la que ambas aparecen como bienes materiales que pueden ser explotados.

 

Ese es el relato y es un relato perjudicial. Creo que, probablemente, en el centro de la crisis ecológica que hemos desatado está la historia de nuestra separación, de nuestra desconexión de la naturaleza y de nuestra superioridad. La cuestión que a mí más me interesa en este momento es: ¿qué otras historias podríamos contar que nos ofreciesen una relación más saludable con la naturaleza?

 

E.M.: Hablas de una “crisis de relatos”. ¿Podrías desarrollarlo un poco más y explicar qué significa?

 

P.K.: Cuando miramos la crisis ecológica tendemos a verla a través de lentes económicas, políticas, científicas o culturales. De manera que podríamos concluir que el problema es que estamos utilizando la tecnología incorrecta, quemando combustibles fósiles y emitiendo gases a la atmósfera, y que lo que necesitamos es otra fuente de energía. Podríamos concluir que tenemos sistemas políticos que no funcionan, dado que no permiten que los países cooperen entre sí para proteger el planeta de manera adecuada.

 

Podríamos concluir que se trata de un problema económico. Por ejemplo, que si no le ponemos precio no valoramos adecuadamente la naturaleza, y que podríamos valernos de la economía para hacerlo. Y si bien en todo eso puede haber algo de verdad, y tal vez convenga señalarlo, creo que el problema que subyace es un problema de relación, de nuestra relación con la naturaleza, que posiblemente sea otra manera de hablar de las historias.

 

En nuestra cultura establecemos una relación particular con el resto de la vida que, pienso, se basa en la idea de que no formamos parte de ella, de que somos algo aparte, y que o bien podemos protegerla o bien podemos explotarla. Pensamos que se trata de algo que está “ahí fuera”, otra cosa, y que no podemos equipararnos con ella. Eso para mí es un tipo de chovinismo humano y una historia equivocada. Te das cuenta de que se trata de un relato errado al observar el daño que estamos causando externamente. Pero también podemos mirar dentro de cada uno y preguntarnos si esa historia nos resulta satisfactoria a nivel espiritual, que creo que para mucha gente no lo es.

 

Entonces, ¿qué otra historia podríamos contar? ¿Cómo contaríamos una historia en la que no fuésemos ajenos, independientes del resto de la vida sino que estuviésemos ligados a ella? ¿Cómo contarla de manera que sea significativa? ¿Podemos hacerlo en una sociedad como la nuestra en la que diariamente nos desvinculamos de ella? No lo sé. Pero esa es la gran pregunta que me hago.

 

E.M.: Si tuvieses que nombrar la historia o el mito más poderoso que recoge esa desconexión de la naturaleza, ¿cuál sería?

 

P.K.: Seguramente la historia fundamental de nuestra cultura –que me parece que ha reemplazado a muchos de los relatos religiosos que estaban en el cerne de nuestra cultura– es el mito del progreso.

 

Lo que decimos es que es posible crear una utopía con nuestro ingenio. Tenemos una historia que cuenta que los seres humanos empezaron siendo unos salvajes ignorantes, y que mediante una serie de pasos sucesivos se volvieron cada vez más inteligentes, más ricos, más listos y desarrollaron tecnologías que los permitieron aumentar su esperanza de vida. Al final, la historia termina probablemente con nuestra marcha del planeta para colonizar las estrellas, o bien volviéndonos inmortales, o volcando nuestros cerebros en chips de silicona. Una especie de frenesí tecnológico que contempla un tiempo lineal en lugar de cíclico.

 

Contempla una serie incesante de pasos, cada uno de los cuales mejora las cosas en sentido material respecto del anterior. Lo cual, a mi parecer, no es cierto históricamente. Lo que pasa en realidad es que las cosas tienden a subir y bajar cíclicamente. Pero ese relato ejerce un enorme poder sobre nosotros e influye en todo, desde nuestra visión del pasado, el cual nos parece cada vez más un lugar salvaje donde la falta de ciencia y tecnología nos habría sumido en la miseria y la pobreza, hasta nuestra visión del futuro, en el que damos por asumido que más ciencia, más tecnología y más centralización nos conducirán a algún tipo de paraíso.

 

Así que tenemos este relato de que todo va a seguir yendo cada vez mejor generación tras generación, y nuestra tarea sería mantener ese proceso en marcha. Creo que una vez que damos por buena esta historia quedamos atrapados en una narrativa excesivamente lineal. Somos incapaces de ver, incapaces de aprender algo de nuestro pasado, y probablemente incapaces también de aprender algo de los errores del presente.

 

E.M.: ¿Dirías entonces que esa historia —si nos la creemos o si queremos participar en ella— nos da permiso para dejar de lado otras historias y otros mitos que pudimos haber tenido por ciertos, que son parte de nuestros condicionantes culturales, en los que teníamos algún papel?

 

P.K.: Uno de los peligros del mito del progreso es que pensamos que no es un mito. Creemos que es así. Creemos que es real en lugar de una interpretación del mundo entre otras posibles, la interpretación en la que hemos querido creer. En mi opinión todos creemos de algún modo en esa historia porque crecimos con ella. Es la historia de lo que pensamos que está aconteciendo, que generación tras generación las cosas mejoran gracias a la tecnología y la ciencia. Si generación tras generación se logra que las personas vivan mejor, estas empiezan a pensar que se trata de un proceso imparable que continuará para siempre.

 

Pero lo estamos haciendo aniquilando los sistemas vitales básicos del planeta. Y por eso, en algún momento, tiene que producirse un ajuste de cuentas. Si aumentamos la temperatura del planeta dos, tres o incluso cuatro grados durante el próximo siglo, entonces los beneficios materiales, los beneficios a corto plazo que la gente está consiguiendo en ese proceso se volverán beneficios vanos. Es lo que está sucediendo ya. Podemos ver el choque contra los límites ecológicos, y podemos ver el sufrimiento y las dificultades que conlleva. Pero todavía no ha golpeado a suficiente gente en el mundo rico para convertirse en un proceso que realmente haga que las personas cambien de parecer respecto de la idea de progreso y la modernidad.

 

E.M.: ¿Dirías que el mito se está deshilachando? ¿Qué la historia se está deshilachando?

 

P.K.: Lo que pasa con el progreso como idea es que si las cosas no siguen mejorando para la mayoría de la gente generación tras generación, entonces no es posible seguir creyendo en él. Eso está empezando a pasar ya. Si las cosas empeoran ecológicamente de manera considerable, lo harán cada vez más rápido. Entonces no habrá manera de creer en él. En ese momento se nos vendrá todo encima, porque cuando las historias se fracturan aquello en lo que creías deja de ser cierto.

 

E.M.: La gente se da cada vez más cuenta, por las dificultades que van apareciendo en sus propias vidas, de que no pueden mantener los mismos estilos de vida que sus padres, que ellos no pueden comprarse una casa, por ejemplo. La agitación política y social que comienza a verse en Occidente revela que hay un problema con la historia que hemos construido. ¿Cómo nos salimos de ella y nos procuramos otra que, como comentabas anteriormente, tenga más que ver con conectar nuestras vidas con la Tierra, y que esté en relación con algún relato anterior? Parece un gran salto.

 

P.K.: Se trata de un gran salto, en efecto. Un salto que no creo que vayamos a dar de manera consciente. Me parece que no estamos en una situación en la que podamos sentarnos y decir: “A ver, necesitamos es una nueva historia y una nueva manera de ver”. Nuestras cosmovisiones, nuestras historias, nuestros mitos están estrechamente relacionados con nuestras circunstancias. Eso es así para todas las culturas. Desde la tribu más pequeña hasta la más grande civilización, elaboramos historias que encajan con nuestra experiencia práctica. Mientras todavía somos ricos y podemos mantener nuestros estilos de vida de clase media, la historia del progreso tiene sentido. Solo cambiará cuando todo eso se desmorone.

 

Cuando las cosas se pongan considerablemente peor para la mayoría de la gente, entonces empezaremos a pensar el mundo de manera diferente. Aparecerán cosas nuevas, pero será un proceso largo. No es algo que construiremos adrede. Me parece que estaríamos cometiendo un error si pensásemos que podemos ponernos a trazar algún tipo de monomito o nueva cosmovisión que convenza a todos. Creeremos aquello que nos parezca verdad. A algunos, en el mundo de hoy, todavía les parece que las cosas progresan continuamente en una suerte de dirección ascendente. Pero hay muchas otras personas que ya no lo ven así.

 

E.M.: ¿Qué te hizo pasar de pensar que podrías crear, contar, compartir nuevas historias que mudarían el punto de vista de la gente, a pensar que este cambiará a su debido momento conforme lo hagan las circunstancias de esas mismas personas?

 

P.K.: Bueno, creo que todavía puedo hacerlo en cierto modo. Es lo que sucede cuando escribo, aunque no lo haga necesariamente de forma consciente. El acto mismo de escribir un ensayo, de escribir una novela, o de narrar cualquier tipo de historia no dejan de ser humildes maneras de elaborar relatos diferentes y desafiar el estado de cosas. Me parece que esa es la tarea: trabajar a muy pequeña escala, haciendo cada uno su pequeña parte.

Pienso que lo que solía creer (seguramente con cierta arrogancia) —que podríamos trabajar juntos para crear algún tipo de gran nuevo relato para la humanidad— era una insensatez. Pero eso no significa que muchísimas pequeñas historias no puedan reunirse para formar algo más grande, que probablemente es como funcionan las cosas. Si suficiente gente cuestiona la manera en que anda el mundo, nuestros valores y las historias que contamos, entonces lo que esas personas empiecen a hacer para que cambien irá conformando algo. Ese ha sido uno de los propósitos del proyecto Dark Mountain durante casi una década.

 

E.M.: Mencionabas antes las viejas historias que nos han acompañado de un modo u otro y que han representando a las distintas culturas desde siempre. ¿Podrías hablar sobre el papel de esas historias a la hora de ayudarnos a entender la crisis actual, y el que adoptarían si al contarlas hacemos honor o tenemos en cuenta los saberes de antes?

 

P.K.: Me parece que muchas de las historias que necesitamos ya están ahí, que no se trata tanto de crear una nueva con la que más o menos podamos identificarnos todos, como de prestar atención a los viejos relatos que hemos olvidado. Podrían ser las historias de los pueblos indígenas, podrían ser los cuentos de hadas, podrían ser los antiguos mitos, podrían ser las historias que contienen algunos libros sagrados. Creo que muchas de las historias que precisamos, historias de las que obtener algún tipo de indicación sobre cómo vivir bien con el resto del mundo, posiblemente ya existen.

 

Uno de los problemas de nuestra cultura es que no sabemos muy bien cómo escucharlas. Tendemos a querer analizar todo de manera racional y a imaginar que podemos captar y comprender intelectualmente cada aspecto de lo que oímos para que tenga sentido, pero eso no siempre ni necesariamente es así. Muchas historias y mitos antiguos operan en nosotros a un nivel que no se pude medir racionalmente, pero eso no nos impide ver qué es lo que está pasando. Provienen de un tiempo en el que habitábamos en una cultura eminentemente oral y en la que los relatos se escuchaban en espacios comunitarios. Esas historias ofrecían un vínculo entre las personas, los lugares y el entorno natural.

 

Las historias no nos dejan indiferentes, cambian la manera como vemos el mundo —esa al menos ha sido mi experiencia—, y lo hacen de un modo que no está al alcance de la deliberación o la argumentación racional. A través de ellas, poco a poco, empiezas a ver la clase de simbolismo y el significado que encierran asuntos cotidianos.

 

E.M.: Esta cuestión de los vínculos que señalabas casi viene a sustituir la palabra “historia”. ¿Podrías extenderte un poco más sobre cómo recogían los antiguos relatos esa relación entre las personas, los lugares y el entorno natural, y cómo pueden servirnos de ejemplo para contar otras historias?

 

P.K.: En los cuentos de hadas europeos, el entorno natural es a menudo un paisaje vivo, en el que existe la magia y la extrañeza. Hay otro mundo que está en relación constante con el mundo material en que vivimos. En los cuentos de hadas aparece de manera muy informal. Una anciana sale de un árbol y entrega un mensaje; los bosques están habitados por hadas y demonios; las personas pueden hablar con los animales y viceversa. No se trata de entenderlo literalmente, en el sentido de que si uno va andando por un bosque puede aparecerle un ciervo que le hable o le confíe un secreto. Sino de darse cuenta de que constantemente aparece la idea de un interminable intercambio lingüístico entre los hombres y el mundo natural, que también encontramos en muchas culturas indígenas: el hecho de estar continuamente conversando con el resto de la naturaleza. Sin embargo, en nuestras sociedades, esa conversación no se da. Nos hemos olvidado de cómo suena, no sabemos escucharla. Tampoco hablamos con ella: es un recurso. O la protegemos o la explotamos. No nos sentimos amenazados por ella; no nos parece que merezca mayor consideración.

 

Si cerramos esa puerta entre el mundo humano y el otro mundo —el mundo de los hombres y el del bosque—, si levantamos una gran cerca entre la aldea y el bosque, entonces tenemos un problema. Las historias que echen abajo esa cerca o abran de nuevo la puerta —que nos inviten a salir y participar en ese extraño, casi sobrenatural intercambio entre el hombre y el resto de la vida— son las que necesitamos en este momento. Son las historias que he acabado escribiendo, no necesariamente de manera intencionada. En mi obra de ficción, los lugares, el paisaje y el mundo natural son personajes, lo mismo que lo son los hombres. A menudo tienen voz e interaccionan con las personas, lo que no siempre resulta en un intercambio agradable o beneficioso.

 

Pero existe esa conversación con el entorno, con el mundo natural y con otras cosas. Es lo que nosotros ya no sabemos muy bien cómo hacer. Y creo que, con torpeza, tendríamos que reaprenderlo. Pienso que es lo que tenemos que indagar a tientas. ¿Cómo conseguimos volver a tener esa conversación? Para mí, esa es la gran pregunta en este momento.

 

E.M.: Explica un poco más eso de reaprender. No parece un concepto muy occidental. Cuando pensamos en cómo responder a los problemas, inventar algo o enfrenar los desafíos, normalmente nos centramos en la solución, la ejecución, un enfoque que queda bastante alejado de reaprender.

 

P.K.: Cierto. Lo que quiero decir es: ¿y si se nos ha olvidado algo? ¿Y si se nos ha olvidado cómo hablar con los otros seres vivos, cómo escucharlos? Se trataría de cerrar la boca un rato, ser un poco humildes, salir, escuchar y aprender de nuevo.

 

Pienso que una de las cosas en las que somos realmente buenos como sociedad es identificando un problema, proponiendo una solución y llevándola a cabo. Ese ha sido muestro talento especial como hombres modernos, de ahí que hayamos desarrollado tantísima tecnología y tanta potencia productiva.

 

Sin embargo, somos muy pero que muy malos escuchando lo que todo lo demás tiene para decir. Ni siquiera creemos que esté vivo. Pienso que aprender de las viejas historias, oírlas, escuchar a quienes las narran, prestar tención a las cosmovisiones indígenas, dar un paseo y activar los sentidos, cambia sutilmente tu manera de ver el mundo. A mí me ha ocurrido: no podría señalar ningún gran cambio instantáneo pero es indudable que durante la última década, esta noción —que no termino de entender del todo, de la que tengo mucho más que aprender que que enseñar, y que tiene que ver con una conversación que todavía no sé muy bien cómo mantener— ha sido una constante para mí y me ha cambiado poco a poco.

 

Hay muchas cosas que me gustaría hacer, muchas cosas que me gustaría aprender, mucho que me gustaría saber. Me parece una tarea importantísima: aprender a escuchar, reaprender lo que hemos olvidado. No creo que haya una guía de pasos básicos. Tenemos mucho trabajo por delante.

 

E.M.: Esa idea de escuchar no resulta fácil de entender y supone un desafío. La mayoría de la gente, al conversar, está pensando en qué es lo que va a decir a continuación más que atender a lo que la otra persona o el entorno o cualquiera presencia no humana tienen para ofrecer. ¿Qué significa escuchar y cómo hacerlo?

 

P.K.: Creo que las historias provienen de gente conectada con el entorno natural. Me parece que los viejos cuentos de hadas y los mitos funcionan porque los cuentan gente que realmente ha prestado atención al bosque y a los seres que lo habitan. Pienso que a nosotros nos cuesta mucho escuchar. El año pasado pasé cuatro días sentado en medio de un bosque sin comida, una vigilia en la naturaleza —un rito de iniciación, por así decirlo, un retiro en busca de la visón [vision quest]— en la que cada cual elige un lugar donde sentarse, traza un pequeño círculo alrededor, de unos quince metros, y no sale de él durante los siguientes cuatro días. No comes nada, solo bebes. Estás allí sentado, prestas atención, ves lo que pasa, sin esperar necesariamente algún acontecimiento espectacular. Es realmente difícil salirte de tu cabeza, distanciarte de tus propias expectativas, contener la impaciencia, las ganas de ponerte a hacer algo, de marcharte a hacer algo productivo. Creo que tiene que ver con la sociedad de la que formamos parte. Es muy difícil sentarse y prestar atención. Pero al cabo de tres días, al verte forzado, te das cuenta de que es posible, y acabas allí sentado, escuchando.

 

Es un proceso fascinante. Percibes los sonidos del bosque de un modo como nunca lo habías hecho antes. Notas la caricia del viento en la piel. Oyes música que no habías oído jamás. Tu relación con la tierra se profundiza y consolida de una manera que no es sencillo explicar.

 

Aunque solo sean unos pocos días, empiezas a ver cómo alguien que hubiese crecido en una cultura instalada en el bosque y que dependiese de él para vivir tendría una relación completamente diferente con el entorno natural. Completamente diferente. Como decía, ese proceso de reaprender a escuchar es fundamental. Si no lo logramos puede ser el final de este experimento cultural en el que estamos embarcados. Por la sencilla razón de que una cultura que solo toma y pasa de largo, que no atiende ni escucha, es insostenible en todos los sentidos.

 

No podemos crear historias a menos que prestemos atención. No podemos crear historias significativas a menos que el resto del mundo natural nos hable de algún modo, o a menos que logremos escucharlo. Si no hay un intercambio, solo estamos los seres humanos hablando con otros seres humanos en un mundo de seres humanos. Y ese mundo está roto. Si solo caben en él las personas, si no hay nada más, si no existe intercambio con algo más extramuros, entonces no tenemos ninguna historia que contar que sea verdadera.

 

E.M.: Estoy de acuerdo contigo. Pero, al mismo tiempo, la mayor parte de la gente vive en ciudades, y la mayoría de quienes lo hacen en zonas rurales es muy probable que se muden a la ciudad en los próximos veinte años. ¿Cómo influye eso en aprender a escuchar, cuando la realidad es que la mayoría de las personas no van a vivir en lugares donde se pueda escuchar, simplemente porque el ambiente físico lo impide?

 

P.K.: Bueno, eso es parte de la crisis, que solo va a empeorar antes de poder mejorar. Lo que puedo decir al respecto es que las personas que están en una posición desde la que se puede prestar atención, escuchar, intentar escribir o crear otras maneras de ver, tienen la responsabilidad de hacerlo. Probablemente también tienen la responsabilidad de proteger lo que queda de las viejas culturas indígenas, que continúan sufriendo un intenso proceso de colonización, de desposesión, de extinción y de aniquilación. Cada vez estoy más convencido de que buena parte del trabajo que hay que hacer lo están llevando a cabo las culturas indígenas, y sin embargo son a las que las culturas dominantes y la cultura urbana siguen expulsando y destruyendo. Si no podemos protegerlas ni proteger las historias y el saber que albergan, entonces estamos realmente en apuros.

 

Siempre respondo lo mismo: aquellos de nosotros que hacemos lo que podemos tenemos que hacerlo sin ninguna expectativa de que conducirá a una solución rápida que cambie el mundo, porque no creo que la haya. Es más la sensación de que quienes podamos, construyendo refugios, protegiendo lo que podamos proteger, contando historias, tratando de buscar la verdad —si realmente es esa la tarea que tenemos entre manos—, logremos transmitírselo a las siguientes generaciones según vayamos avanzando. Es un proceso muy largo. Creo que Gary Snyder dijo algo así como que teníamos por delante dos mil años o tal vez cinco mil para tratar de vivir bien en la Tierra.

 

En mi opinión esto no es algo a lo que vamos a poder dar la vuelta en una o dos generaciones. Es un trabajo muy lento, así que haremos lo que podamos.

 

E.M.: Da la impresión, al menos desde mi lectura de tu trabajo durante la última década más o menos, de que también has estado explorando otro tipo de nociones y conceptos que podrían ser descritos como espirituales o sagrados, en relación con los lugares y las personas. La cultura dominante desprecia a menudo esas ideas de las cosas como algo sagrado, sin embargo parece que pueden jugar un papel importante a la hora de contar nuevas historias, o simplemente de prestar atención a lo que ya estaba en los viejos relatos.

 

P.K.: Cada vez más, me parece que la clase de “vacío” espiritual que hallamos en el corazón de nuestra cultura es la clave. Si no creemos que hay algo sagrado, si no creemos, como sociedad y como individuos, que hay algo más grande que nosotros mismos, sea lo que sea, entonces todo acaba girando en torno a uno. Si tenemos una sociedad que no cree que haya algo más grande que ella misma, entonces se vuelve —que es en lo que nos hemos convertido— narcisista y materialista: prácticamente una sociedad de lo que los budistas llamarían “fantasmas hambrientos”, errando y comiéndose el mundo.

 

Tengo algo escrito sobre eso. Siempre me llamó la atención el significado de la palabra “sagrado” [holy]. Proviene del inglés antiguo, el término original es hālig, que también quiere decir “completo”, “entero”, que no está dividido, que no ha sido fragmentado. Si vemos la Tierra como un todo, nuestra relación con ella es muy diferente de si la vemos como una colección de fragmentos que podemos manipular. Creo que como sociedad ya no tenemos cosas sagradas, y, como decías, incluso emplear el término sagrado o espiritual mueve a risa en muchos ámbitos. Nos hemos autoconvencido de que todo lo que importa es aquello que puede ser medido.

 

En mi opinión, ahí está el meollo de la crisis en la que nos hallamos. La manera como reaccionamos ante un hermoso bosque, o una puesta de sol en la montaña, o una ballena atravesando el océano, la manera como respondemos personalmente a todo eso es tremendamente emocional. Lo sabemos, tenemos un profundo vínculo espiritual con ello, nos mueve algo por dentro. Mas no es algo que a menudo podamos expresar con palabras. Es muy real, pero como no lo podemos verbalizar ni medir lo tratamos como si no lo fuese. Fingimos que ya no existe ese viejo animal conectado emocional, espiritualmente con el mundo natural, o fingimos que se trata de una banalidad sin importancia, pero la tiene. Es el corazón mismo de las cosas. Si no reconocemos ese sentido de excepcionalidad, de sacralidad, de alteridad, de maravilla y de belleza que hay en la naturaleza, entonces no tenemos nada. Habremos perdido algo fundamental del ser humano y las historias que contemos serán historias vacías.

 

                               Traducción de Sara Plaza

 

Otras traducciones del mismo autor:

http://civalleroyplaza.blogspot.com/2009/12/traducciones-de-paul-kingsnorth.html