una mosca, mensajera de la finitud

“El grueso y sólido caparazón de la costumbre —escribe la filósofa Mary Midgley— siempre está dispuesto a proteger contra la crítica nuestros modos establecidos de vida. Y lo que resulta más sorprendente: no sólo bloquea la crítica moral. También entumece el sentido de peligro. La gente siempre ha cultivado alegremente las laderas de los volcanes. Los cristianos no han dejado de pecar ante la amenaza del castigo eterno. Los peligros de las armas modernas no nos han hecho abandonar la guerra. La costumbre, de hecho, tiene una extraordinaria fuerza, una fuerza que excede en gran medida el deseo de autoconservación.”[1]

De hecho, además de la poderosa fuerza de la costumbre, hay otras dos tendencias fuertemente enraizadas en el ser humano que los partidarios del cambio social tenemos que tomarnos completamente en serio, so pena de naufragar de forma lastimosa en nuestros proyectos. Se trata de nuestra inerradicable tendencia a la chapucería, y de nuestra no menos vigorosa propensión a la pereza (emparentada esta última con los demás factores que dan fuerza a la costumbre, sin duda). Inercia, chapucería y pereza son datos antropológicos básicos que hemos de tener siempre en cuenta: no para resignarnos a ningún estado de cosas dado, sino para no subirnos a zancos o coturnos tan altos que al primer traspié nos rompamos la crisma.

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A la observación anterior hay que añadir de inmediato: el ser humano es el gran empezador, el que en grado eminente es capaz de comenzar lo nuevo. “En toda la historia siempre ha habido guerras. Por eso seguirá habiéndolas, se dice. Pero ¿por qué repetir la vieja historia? ¿Por qué no tratar de comenzar una nueva?, respondió Gandhi a quien le hacía esta acostumbrada y banal objeción.” [2]

El eterno principiante es, visto desde otro ángulo, el gran comenzador (y viceversa).

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No quiero oler a viejo, parece que decía Gabriel Ferraté, y se sintió obligado a suicidarse antes de los cincuenta años. Qué suerte no tener tan buen olfato.

El director de cine finlandés Aki Kaurismäki, entrevistado durante el Festival de Cine de San Sebastián, declara que “no hay ninguna razón para vivir, salvo el vino blanco”. ¡Pero ésa es una excelente razón para vivir! Entendida en toda su complejidad y profundidad, ¿quién necesitaría ninguna otra razón?

“El joven reúne sus materiales para construir un puente hasta la luna, o quizá un palacio o un templo sobre la tierra, y al final el hombre maduro termina por construir una leñera con ellos” [3], observó Thoreau. ¡Pero esa leñera es admirable: mucho más que el puente a la Luna!

“Todo lo que tenemos es el cuerpo/ y todo lo que tiene el cuerpo es muerte”, escribe Juan Antonio Masoliver Ródenas al final de uno de sus poemas. ¡Pero eso es olvidarse de lo esencial: el zumbido dulce del deseo, su miel vibrátil, su cercano aroma!

Absurdo no es vivir y que haya muerte. Absurdo es que esa realidad de la muerte desvalorice o anule la vida, en lugar de potenciarla.

Aprender a vivir sin certezas absolutas, sin fundamentos últimos y sin cosmovisiones redondas: sencillamente vivir.[4]

Una mosca, mensajera de la finitud.

  • [Jorge Riechmann, Una morada en el aire, Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 68-69. Este «diario de trabajo» va del 18 de agosto de 2002 al 18 de agosto de 2003.]

[1] Mary Midgley, Delfines, sexo y utopías. Doce ensayos para sacar la filosofía a la calle, Turner/ FCE, Madrid 2002, p. 156.

[2] Tiziano Terzani, Cartas contra la guerra, Integral/ RBA, Barcelona 2002, p. 151.

[3] Observación de Henry D. Thoreau en su Diario, 15 de julio de 1852, recogida en Antonio Casado: La desobediencia civil a partir de Thoreau, Gakoa, San Sebastián 2002, p. 99.

[4] No me resisto a citar un paso de Manuel Sacristán: “La principal exigencia de ética intelectual que se desprende del presente estado del conocimiento consiste en abandonar toda pretensión de concepción conclusa del mundo. La integridad de la consciencia personal tiene entonces que alcanzarse no en la especulación –en la fabulación— sino en el empeño práctico, hecho propio del modo más crítico posible.” Manuel Sacristán: M.A.R.X. (Máximas, aforismos y reflexiones con algunas variables libres), edición de Salvador López Arnal, Los Libros del Viejo Topo, Barcelona 2003, p. 70 (ver también p. 52).