El crecimiento (del PNB) es el síntoma, pero la enfermedad es el capitalismo, con su naturaleza intrínsecamente expansiva. ¿No deberíamos descender a las raíces del problema? Está muy bien reducir individualmente el consumo de carne y de agua: pero nos hace falta –si de veras aspiramos a ecologizar la economía y la sociedad— socializar la banca y el sector energético.
La reciente reflexión decrecentista se centra en el consumo (a menudo con una perspectiva individual)[1]. Veamos una definición típica: “El decrecimiento es una gestión individual y colectiva basada en la reducción del consumo total de materias primas, energías y espacios naturales gracias a una disminución de la avidez consumista, que nos hace querer comprar todo lo que vemos”[2]. Pero consumo y producción van de la mano. Productivismo-y-consumismo: producir más para consumir más para producir más para… (Otra forma de verlo: producir por producir y consumir por consumir.) Pero la rueda que mueve la máquina infernal está oculta detrás del vistoso primer plano: es la acumulación de capital. Nos oponemos al productivismo/ consumismo (producción por la producción acoplada con el consumo por el consumo), y no puede obviarse la dimensión de los cambios estructurales que son necesarios. Dicho de forma un poco provocadora: no solamente necesitamos fomentar organizadamente el consumo responsable, sino también la socialización responsable de los medios de producción (de una parte esencial de los mismos).
¿Soberanía del consumidor? ¿Poder de los consumidores? Sólo se podrían poner esperanzas en algo así si la masa de consumidores no fuese ella misma un producto del capitalismo corporativo. Los conglomerados de poder empresarial manufacturan las subjetividades de los compradores de mercancías, igual que manufacturan las mercancías… La posible trampa en el decrecimiento es el simple consumerism: hemos de ser conscientes de ella y estar atentos para desactivarla.
No podemos confiar en el poder de los consumidores: sólo en el de los ciudadanos y ciudadanas. El poder potencial del consumidor –que es real— no puede actualizarse en tanto él o ella actúan como consumidores aislados: sólo a través de la articulación de los ciudadanos. Hay que insistir en ello: hay sobreconsumo porque hay sobreproducción (y entre lo mucho que se produce están también los deseos de muchas formas de consumo), y hay sobreproducción porque el afán de beneficio mueve la rueda de la acumulación de capital.
¿Insistir en la buena conducta ecológica individual, en ser ciudadanos y ciudadanas “ecológicamente virtuosos”? Claro. Pero no porque –como reza el tópico— “cada granito de arena cuenta”, de forma que los “gestos sencillos” e indoloros puedan irse sumando hasta “salvarla Tierra”; no porque convirtiéndonos uno a uno en “consumidores verdes” vayamos a detener la devastación de la biosfera. Ninguna suma de cambios en los hábitos individuales de consumo puede sustituir a las transformaciones estructurales (en las instituciones políticas, en el sistema de crédito, en la economía productiva) que son urgentemente necesarias. El motor del sistema no es el consumo, es la acumulación de capital. Y si ello es así, la vía de salida no es ni el “consumo responsable” ni la “responsabilidad social corporativa”, sino el ecosocialismo (lo cual no supone una constatación cómoda… porque entraña la necesidad de enfrentarse al poder de clase del capital).
De modo que las razones que podemos invocar en pro de la “virtud ecológica” son otras. En algún lugar las he explorado con cierto detalle. Aquí sólo quiero apuntarlas telegráficamente: uno, construirnos como sujetos que mantengan su decencia básica: que puedan mirarse al espejo sin sentir vergüenza. Una sociedad que busca mantener sus satisfacciones a costa de depredar el pasado y el futuro, a costa de arrebatar los recursos que necesitan los pobres y hambrientos de hoy en día, y de ocupar el espacio ambiental que corresponde a las demás especies vivas, no puede estar integrada mayoritariamente por sujetos decentes. Y dos, no olvidar nunca que pequeñas causas –en ciertas condiciones críticas, cuando un sistema complejo no lineal puede bascular de un estado a otro— pueden producir grandes efectos.
[1] Serge Latouche aboga por una “sociedad del decrecimiento” y evoca expresamente la autoridad de Iván Illich: “La buena noticia es que no resulta necesario evitar los efectos secundarios negativos de algo que en sí mismo sería bueno, por lo que tenemos que renunciar a nuestro modo de vida –como si tuviéramos que dirimir entre el placer de un plato exquisito y los riesgos concomitantes. No, sucede que el plato es intrínsecamente malo, y que seríamos mucho más felices si nos alejáramos de él.”Serge Latouche, “Por una sociedad de decrecimiento”, Le Monde Diplomatique, noviembre de 2003; puede consultarse en www.rebelion.org. Véase también del mismo autor “À bas le développement durable! Vive la décroissance conviviale!”, Silence, octubre de 2002; puede consultarse en http://verts-economie.net
Frente a este tipo de posiciones, sostengo que el plato no es “intrínsecamente malo”, sino que tiene cualidades buenas y malas bastante entremezcladas. Creo que Ilustración, modernidad, progreso tecnológico y civilización industrial precisan una vigorosa reorientación y reconstrucción, pero no me seduce el “éxodo fuera de la sociedad industrial” que predicaba hace ya años un pensador como Rudolph Bahro. Mi hipótesis es más bien la de los “efectos de umbral” –desarrollo con aspectos positivos que degenera al transformarse en sobredesarrollo— y mi objetivo una sociedad industrial ecosocialista.
[2] V. Honorant, “Decrecimiento: una idea a contracorriente pero llena de esperanza”, 2006 (puede consultarse en www.lagranepoca.com).