una vieja entrevista -2001- de mi amigo julio santamaría, ahora que paso unos días en tenerife

entrevista Jorge Riechmann por Julio Santamaría, diciembre 2001 FINAL

 

 

Entrevista con JORGE RIECHMANN

(26-XII-2001), revisada por el autor

  • ¿Cuál es tu opinión sobre el hecho de que se califique a la poesía que escribes de comprometida?

J. R. – La idea que tengo sobre eso, idea que como sabes he intentado desarrollar también en algunos textos, libros y conferencias, es más o menos la siguiente: cuando uno intenta escribir poesía, su compromiso es con la poesía. Es el compromiso primero y principal. Lo que sucede es que los poetas son más cosas, además de poetas [cf. Canciones allende lo humano p. 125-128 “Sobre el lugar del poeta en la ciudad democrática”]. Entonces, si se quiere, a esa dimensión de la poesía se sobreañade, se yuxtapone de alguna forma, una dimensión de ciudadano. Y eso, claro, tiene efectos sobre la poesía. Pero por esa vía indirecta, no porque uno se diga de forma programática: voy a escribir poesía comprometida. Lo primero es la poesía y lo secundario el compromiso.

Si el proceso se invierte, y el punto de partida es una idea, una ideología, una causa al servicio de la cual se intentan aportar recursos –y qué duda cabe que eso se puede hacer, se hace, se ha hecho en épocas diversas de la historia de la poesía y de las sociedades humanas–, quizá tengamos buena actividad sociopolítica, pero normalmente la poesía se resentirá. Los resultados suelen ser menos valiosos, menos interesantes que lo que consideramos gran poesía.

Uno tiene sus compromisos como ciudadano que vive en un mundo inaceptable, y claro que los tengo. Tengo compromisos con la sociedad en la que vivo, compromisos con mi tiempo. Con determinadas causas: con la idea de emancipación humana, con el proyecto de una sociedad igualitaria, con el intento casi desesperado de frenar la devastación ecológica del mundo en el que vivimos. Pero esos compromisos no son de naturaleza distinta de los que tiene cualquier ciudadano crítico y consciente del mundo en el que uno vive. “Los poetas no son ciudadanos especiales”, he dicho alguna vez.

¿Esos compromisos influyen entonces en la poesía que uno escribe? Claro que sí. No hay una escisión entre el momento en que uno escribe poesía y toda esa otra dimensión política, social, ecológica, etc.

  • Sin embargo, esto es algo que parece caer en el olvido de la mayor parte de los autores…

J. R. – Sin duda. Eso a mí no deja de sorprenderme. Lo que resulta verdaderamente estupefaciente no es que en la escritura de unos cuantos poetas aparezca toda esa dimensión de conflictos políticos y sociales, sino que, saliéndonos del terreno de la poesía, regresando a la plaza pública donde se ventilan los asuntos de todos, sean tan escasos realmente esos ciudadanos y ciudadanas comprometidos con su tiempo en sociedades como las nuestras. Sociedades que son formalmente democráticas, pero en las que sin una implicación activa de los ciudadanos en los asuntos de todos no hay posible democracia. Democracia es participación en lo común, o no es nada. Se trata de uno de los mayores déficits en sociedades como la nuestra.

En un librito que publiqué hace poco, Todo tiene un límite: ecología y transformación social (Madrid, Debate, 2001), hacía un recuento basado en esa idea. Si medimos la ciudadanía por el grado de implicación activa en los asuntos sociales y políticos, no el ir a votar cada dos años, cada cuatro años, sino la participación a través de los distintos cauces que permiten contribuir a ese ocuparse de los asuntos de todos –instituciones de representación democrática, asociaciones de vecinos, sindicatos, partidos políticos, grupos ecologistas, colectivos de solidaridad, ONG, etc.–, los ciudadanos activos, en ese sentido más exigente, no son sino una minoría pequeña con respecto al conjunto de los que normalmente consideramos ciudadanos. Acaso un tres por ciento, desde luego no llegan a un diez por ciento. Ésa es la situación anómala, anormal y sorprendente, pero no el que en la poesía de “nuevos poetas sociales” como Antonio Orihuela o Enrique Falcón, que son verdaderos poetas, aparezcan tematizados los conflictos sociales y políticos.

  • En tu segundo libro de reflexión poética, Canciones allende lo humano (Madrid, Hiperión, 1998) se pueden leer llamamientos que respaldan la idea anterior, como “Ningún poema que no sea solidario con el sufrimiento y la presente agonía de nuestro planeta transparente…” (p.117) junto a otras que remiten a una idea de poesía bien distinta, como “El único compromiso directo del poeta en cuanto tal es con el lenguaje” (p. 127). ¿Es posible conciliar ambas posturas?

J. R. – Primero, cuando uno lleva ya veinticinco años escribiendo, un cuarto de siglo, dice muchas cosas, atraviesa por etapas (y eso que, en mi caso, creo que hay una continuidad básica en lo que he ido haciendo), hay matices, diferencias de énfasis, de modo que no sé si realmente hay que conciliarlo todo. [Hay una diferencia de diez años entre las citas de la pregunta] Mi conciliación personal va por la vía que te he indicado antes.

Pero veámoslo de cerca. Hay un poema de Erich Fried, que yo recordaba en uno de los textos de Canciones allende lo humano [“Constataciones” Canciones allende lo humano p.80 en “El metal firme y frío en esta noche. (Fragmento de una carta a Alfredo Francesch)], donde él lo explica muy bien, la historia de la llave en la mano y todo eso. Además, resulta doblemente significativo porque él mismo tampoco está del todo, creo yo, a la altura de su propia exigencia. Fried es un caso interesante. Es un poeta a quien yo aprecio mucho, pero quizá no tanto, o no sólo, por las calidades de su poesía, que las tiene, que son indudables –es un heredero de Brecht en una de las líneas de la poesía de Brecht, y eso es decir mucho–, sino también por ese papel de intelectual comprometido, de agitador político también, con el cual ha acompañado a toda la trayectoria de la izquierda alemana durante un cuarto de siglo, más o menos: desde los movimientos contra la guerra de Vietnam en los 60 hasta su muerte en los 80. Fried, que tenía claro esa primacía de la poesía sobre el compromiso, tampoco estuvo siempre –en mi opinión– a la altura de ese postulado. No es de los grandes, los más grandes poetas… En mi panteón personal ocupa un lugar destacado: lo aprecio muchísimo y además lo he traducido y lo seguiré traduciendo, pero no es de los mejores. En parte, esto tiene que ver con que se trata de un autor muy prolífico. Escribió muchísimo y es desigual, inevitablemente: tiene caídas porque debía de escribir por lo menos un par de poemas al día.

Si se quiere precisar lo anterior con una imagen, podríamos preguntar a quién sirve ese chevalier servant que es el poeta. Simplificando las cosas: o sirve a una diosa, a una diosa un poco casquivana e impredecible, o sirve a una idea, a la idea de transformación social, con un compromiso sociopolítico y ético en ese sentido más directo. Yo creo que los poetas mejores, los que más nos conmueven y trastornan, sirven a la diosa, aunque luego, lateralmente, el mundo entero con sus desgarros y contradicciones aparezca, como no puede dejar de aparecer, en los poemas. En cambio, Fried seguramente servía –acaso no siempre, pero muchas veces– a esa idea de transformación social, y su poesía quizá se resiente de eso.

  • Hablar de Fried o Brecht lleva irremediablemente a plantearse el problema de la coherencia entre vida y obra. ¿Hasta qué punto podemos exigir que al compromiso estético le siga un compromiso personal?

J. R. – Otra vez nos encontramos con un problema que no es específico de los poetas: de nuevo hay que repetir que estos no son ciudadanos especiales. Un problema real para cualquier ser humano que se tome su vida en serio es la relación que hay entre el decir y el hacer. Seres de lenguaje somos todos; todos nos construimos hablando, en una conversación inacabable con los otros y en el interminable diálogo íntimo con nosotros mismos, y luego hacemos o no hacemos. A menudo la gente vive en una disonancia enorme entre lo que dice y lo que hace. Eso además se da de forma dramática en el campo en el que trabajo de forma más o menos profesional: en ecología y medio ambiente resulta extraordinariamente llamativo. Los sociólogos que hacen las encuestas sobre valores llevan decenios preguntando a la gente sobre sus actitudes y valores en relación con el medio ambiente. Sin entrar en el aspecto metodológico –para qué sirve eso y para qué no–, lo que uno obtiene de ese tipo de encuestas son unos niveles de interés elevadísimos y valores muy ambientalistas en las poblaciones de los países occidentales. En este país es más llamativo todavía, porque esos porcentajes de gente supuestamente preocupada por el medio ambiente son muy altos: el 80%, el 90%, declara esos valores ecologistas o ambientalistas. Hablar sale barato: una cosa es predicar y otra dar trigo, ya se sabe. Luego las tasas de afiliación, de trabajo voluntario en los movimientos ecologistas y las organizaciones conservacionistas son todavía más bajas que las ya bajas en otros países europeos.

La contradicción del decir y el hacer es flagrante, y esa situación de hipocresía se manifiesta casi en cada uno de los aspectos de la vida social que queramos considerar. Y desde luego se pone de manifiesto de manera tan llamativa en las políticas oficiales sobre medio ambiente… En estos días, por ejemplo, el asunto yo diría que escandaloso de la estrategia sobre desarrollo sostenible que ha presentado ahora nuestro ínclito ministro de medio ambiente, el Sr. Jaume Matas. Algo que debería haberse hecho hace diez años, o por lo menos hace cinco años, en profundidad, aparece al final como un precipitado ejercicio de acarreo por parte de un montón de secretarios y subsecretarios y personal técnico del Ministerio de Medio Ambiente, débil, sin hilazón, sin valor a la hora de plantear las aporías, lleno de contradicciones. De nuevo, se trata de un caso palmario de ese decir y no hacer, o hacer directamente lo contrario de lo que se dice, que traspasa toda nuestra vida social.

No se plantea de manera distinta para un poeta. Si acaso, se plantea de manera más intensa por ese compromiso con la propia palabra que sí que tiene alguien que escribe poesía.

Lo plantearía en esos términos: no es demasiado diferente para el poeta y para el ciudadano común. Dicho lo cual, si uno se toma su vida en serio, su vida como poeta y como ciudadano, claro que se plantea como un problema en muchas ocasiones.

Otro aspecto interesante es que también esa misma vida seccionada, esas mismas discrepancias y contradicciones, se dan en la vida de muchos grandes poetas. No son personas íntegras sencillamente porque escriban buena poesía: otra obviedad. A veces nos llevamos sorpresas, sorpresas incluso desagradables, al saber más cosas sobre los poetas que admiramos, o vemos ese tipo de contradicciones entre el decir y el hacer en las vidas de grandes poetas. Creo que en esto habría que ser exigente y caritativo a la vez. Ser conscientes de la profundidad del tajo con que muchas veces están seccionadas esas vidas humanas, ser conscientes de las recámaras y dobles fondos que encuentra uno muchas veces en la vida humana, y al mismo tiempo no deponer la aspiración a una coherencia personal entre lo que uno dice y lo que uno hace, a la integridad, a la decencia. Pero siendo conscientes siempre de la fragilidad humana, para no caer en ningún integrismo moralista.

  • Para ese decir necesitamos palabras. Acabas de hablar del compromiso que el poeta tiene con ellas. ¿Es la poesía el único lugar adecuado para que se dé esa especial relación?

J. R. – De nuevo encontramos una situación humana muy básica. Las palabras son algo radicalmente común, y radicalmente ajeno también. A cada uno de nosotros nos son dadas siempre. Nos formamos incorporando ese lenguaje que preexiste, que es anterior a uno, que ha sido creado por los otros en ese proceso incesante de desarrollo de las lenguas. Es algo ajeno que en el proceso de socialización –inseparable del proceso de adquisición del lenguaje– nos troquela, nos forma, nos constituye, nos posibilita como seres humanos. Esas palabras son comunes, e incluso cuando uno inventa neologismos, estos tienen su base normalmente en ese fondo común del lenguaje. Por otra parte –e insisto, se trata de algo previo al trabajo que uno pueda hacer como poeta, algo que se nos plantea a cualquiera–, con ese material común cada uno de nosotros tiene que decir su palabra, personal e intransferible, construir su propia vida, irreductible a las demás. Con esa palabra mostrenca, común, la de todos, tenemos que decir lo nuestro –como seres humanos, no específicamente como poetas–, y de hecho lo hacemos continuamente. Es algo paradójico, pero se trata de una paradoja que también nos define: el esfuerzo por decir lo nuestro, lo que es personal y nos singulariza, y, al mismo tiempo, el hacerlo con los materiales más comunes de todos.

Desde otro ángulo: ¿el énfasis en la palabra y en el valor de la palabra? Pues claro que sí. La poesía, si es algo, se nos da como soplo, como voz, como palabra. Su tarea radical sería no dejar de indagar en ese ser de palabra que es lo que nosotros somos de manera constitutiva. Lo que nos constituye como seres humanos es esa dimensión del lenguaje. Y dentro de esa dimensión del lenguaje está toda esa vía de apertura, de palabra no utilitaria, de todo eso que desborda los usos sólo comunicativos del lenguaje. Ahí esta la poesía para recordarnos esa otra dimensión más amplia y abierta, más abismal también, dentro de la cual vivimos, gracias a la cual somos. Lo abierto: una idea que ha ido tornándose cada vez más importante para mí, en estos últimos años. Esto es importante en una época con tantas supersticiones nuevas como la nuestra, desde internet hasta la conquista del espacio, pasando por la curación a través de los cristales y el body-building.

Cualquier palabra puede estar en un poema. No hay un registro especial del lenguaje poético. Es una idea ingenua ésa según la cual habría términos más poéticos que otros o palabras que no pueden aparecer en un poema. Puede decirse en un poema mierda o follar: eso me parece obvio. Pero desde ahí no daría el paso hacia la práctica sistemática de la antipoesía, ni siquiera apreciando como aprecio a Nicanor Parra. Me parece, de hecho, que un riesgo que se ha vuelto manifiesto en la poesía española de los noventa es el confundir la dimensión crítica que puede y, en muchos casos, debe tener también la poesía con un coloquialismo extremo que por sistema rechaza todo lo que sobresalga del vuelo rasante sobre una vida cotidiana más bien degradada… La antipoesía como programa, que en concreto en España se ha encarnado en autores de esta corriente que suele situarse bajo la etiqueta de realismo sucio. Yo creo que eso no lleva muy lejos. Supone una mutilación en el mismo grado en que lo puede suponer escribir sólo poemas de tipo modernista donde no aparezcan más que princesas, cisnes, rosas y jardines rococó.

  • Algo característico de tu obra (no sólo poética) es la inclusión abundante de citas de otros autores. ¿Tiene algo que ver con lo anterior el que te expreses mediante las palabras de otros?

J. R. – Desde luego. Una razón que me parece clara es ese aspecto común de la palabra. Nuestra propia voz aparece a partir de otro u otros conjunto de voces, trenzadas en tradiciones y subtradiciones que preexisten, que no son nuestras, y que intentamos continuar creativamente. Tener un pensamiento original es una cosa de lo más difícil: ¿René Char va más allá que Heráclito de Efeso? Sí y no, como sabemos bien. Eso, en literatura y en poesía, está bastante claro. Nuestra palabra construye sobre palabras que nos vienen dadas por otros. Si eso es así de manera necesaria, si no hay palabra primigenia, por qué no reconocerlo formalmente mediante la cita. Cuando me doy cuenta de que en algún lugar de mi poema resuena el eco de otra persona, prefiero dejarlo explícito a pasar de puntillas por encima. Me parece más honrado para con el lector o lectora.

Me pasó hace poco en Poesía desabrigada, el libro en el que estoy trabajando justo ahora. Hay un largo poema inicial, “Poema de uno que pasa”, en el que me di cuenta después de escribirlo de que cierto recurso formal ya lo había empleado Ildefonso Rodríguez en uno de sus libros hace unos años, que leí y me gustó mucho. Cuando me di cuenta, lo que hice fue poner una cita de Ildefonso al principio del poema. Si de manera inconsciente he empleado una cosa que es un recurso típico suyo, pues cómo no lo voy a decir, aunque el mecanismo haya sido no la emulación consciente, sino el descubrir a posteriori que lo estaba usando. Hablamos desde una trama que está compuesta por muchos hilos ajenos. Queda, además, como una indicación para el lector, que no tiene por qué hacer conjeturas extrañas: las cartas boca arriba.

Por otra parte, ser influido por otros no resulta tan fácil como se piensa. No me refiero aquí al tono, o al acervo de recursos retóricos que forman el idiolecto de un determinado gran poeta: esto sí que se contagia con relativa facilidad. ¿Quién, después de leer a Lorca con la felicidad del primer encuentro, no ha pergeñado después un par de poemas lorquianos? Pero la obra de cualquier gran poeta tiene detrás una concepción del mundo, un determinado modo de inserción en la realidad, y esto ya sí que no es fácilmente transferible. Por una parte, porque si uno adopta de forma mimética la concepción del mundo de su poeta preferido, con ello se descalifica a sí mismo, automáticamente, como poeta que aspira a decir algo que valga la pena, que merezca ser atendido; por otra parte, porque, incluso si uno se lo propusiese, resultaría casi imposible esa apropiación. La concepción del mundo personal depende del propio itinerario formativo, de las circunstancias históricas concretas, del azar de los encuentros decisivos, etc.

Tus citas aparecen enmarcando los libros, al comienzo y al final. ¿Qué explicación das a esa disposición?

J. R. – Eso indica quizá que sobre ese fondo de tantas voces emerge uno, dice su propia palabra en la medida en que puede, y luego acaba el libro, pero que ésa no es la última palabra. No debe uno reservarse la última palabra. No me gustan los poemas en los que la última palabra se la arroga el autor. Me parece más real tener conciencia de ese fondo gracias al cual somos posibles cada uno de nosotros.

  • Si admitimos que cualquier palabra puede funcionar en un poema, ¿podremos decir lo mismo sobre los temas?

J. R. – Me parece algo obvio. El poder de la poesía se aplica a cualquier tema, a cualquier asunto. Cualquier asunto humano puede constituir materia de un poema logrado. Incluso hay todo un aspecto en el trabajo que hacen los poetas que es la redención de lo aparentemente significante…

Todo puede ser salvado sería el lema de la poesía, desde esa perspectiva. En la poesía se da esa promesa, que es una promesa fortísima y al mismo tiempo de una gran fragilidad. Esas dos dimensiones se dan siempre que hablamos de poesía. Está por un lado la desmesura de tal promesa de salvación y, por otro lado, la gran fragilidad del lugar donde eso se articula. Todo puede ser salvado, como promesa y también como algo que se muestra en acto en cada poema verdadero; y, al mismo tiempo, la poesía alberga la conciencia continua de esa pérdida enorme que constituye la vida de los hombres y la historia humana. Las dos cosas a la vez, salvación y pérdida. Ahí se constituye la tensión de la poesía para mí.

En cualquier caso, la poesía da la impresión de que ha dejado que esa tensión se articule en torno a una serie de temas a los que siempre se vuelve, temas eternos y universales que le confieren su verdadero estatus.

J. R. – No estoy de acuerdo con lo de los tres temas eternos y universales. Me parece, de entrada, una simplificación, una lectura interesada. Los temas son múltiples. La poesía no es sólo la poesía elegíaca y/o amorosa. Esa es una de las vetas que puede seguir la poesía, pero sólo una entre muchas. Se puede hacer poesía alrededor de la muerte, sin duda, escribir poemas sobre el amor y el transcurrir del tiempo, pero también –y mira que es difícil como materia poetizable– alrededor de la lógica: ahí está el ejemplo de Jacques Roubaud.

No se puede admitir eso del amor, el tiempo y la muerte: dejaríamos fuera demasiadas cosas. Con un nivel suficiente de abstracción uno puede decir que el único tema de la poesía es la vida humana en toda su riqueza de experiencia. Pero eso es tan amplio que equivale a no decir nada. La poesía puede abordar cualquier tema, cualquier asunto de la experiencia humana: y ésta es múltiple.

– Pero en muchas ocasiones temas y maneras de abordar esa experiencia han hecho que la reciente historia literaria de la poesía haya olvidado a algunos creadores válidos.

J. R. – Podríamos hablar más bien de poetas relativamente olvidados, vale decir, reconocidos tardíamente, o no apreciados en todo lo que merecen. Aquí entrarían poetas tan grandes como Carlos Edmundo de Ory; Miguel Labordeta, Francisco Pino, Antonio Gamoneda o José Viñals. Poetas imprescindibles que han sido orillados o ninguneados durante decenios, en la república de las letras españolas, tan cicatera muchas veces.

  • Volviendo a los temas, la ciudad, con sus luces y, sobre todo, con sus sombras, es uno de los elementos predominantes del paisaje poético de Riechmann.

Casi toda la poesía moderna está vinculada con las ciudades. La ciudad moderna es contemporánea de la poesía moderna, diría que ninguna preexiste a la otra. La ciudad moderna, tal y como la concebimos aún hoy, la ciudad de la electricidad y los automóviles, aparece después de la I Guerra Mundial. Para referirnos a París, que era la gran metrópoli europea del siglo XIX, quizá tenga interés recordar que en ella se sigue practicando una agricultura urbana muy intensa hasta la I Guerra Mundial, hasta que se generaliza el transporte en automóvil a partir de ese momento, y desaparecen los animales de tiro, los caballos, sobre todo, con cuyo estiércol se fertilizaban los huertos. No estamos hablando de una cosa marginal. La sexta parte de la superficie urbana de París antes de la I Guerra Mundial era superficie cultivada, de manera intensiva, con mucho trabajo por parte de los hortelanos urbanos que conseguían varias cosechas al año tanto de verduras como de frutas, que abastecían el mercado interno e incluso exportaban a veces hacia a Londres. Y hablo de París porque era la ciudad más moderna entre las del siglo XIX. Estamos hablando de ese momento en los que tenemos esas primeras generaciones de poetas vanguardistas: dadá, creacionismo, surrealismo… La ciudad moderna con automóvil y electricidad existe a partir de ese momento y no antes. Por tanto, quizá la poesía tampoco está tan retrasada con respecto a eso.

  • Pero no deja de llamar la atención tu visión expresionista sobre la ciudad…

J. R. – Pero la ciudad tiene también esa doble dimensión. Por un lado, tiene una dimensión de laboratorio, de experiencia humana esencial.

Yo en particular soy un poeta muy urbano. He nacido en Madrid. He vivido en grandes ciudades la mayor parte de mi vida: en Madrid, en Berlín, en París y en Oslo una temporada, en Barcelona, en general en grandes ciudades. La ciudad tiene, junto a ese lado deshumanizante que aparece en críticas poéticas y sociológicas, aquel otro aspecto de la riqueza y la multiplicidad de los encuentros posibles; la acumulación de riqueza de todo tipo, y riquezas culturales en concreto.

Además, las grandes urbes tienen también ese aspecto de naturaleza urbana. La naturalización de lo artificial. Entre las cosas que me gusta más hacer: poder pasear sin urgencia por ciudades que no conozco bien. Poder perderse en una ciudad como se pierde uno en un bosque, sin duda es de las cosas que más me gusta hacer.

La ciudad tiene todos esos aspectos positivos, junto al hecho de que toda esa riqueza potencial se traduce muchas veces en pobreza efectiva, si consideramos la vida concreta de la gente que tiene que vivir en las ciudades. Y sin olvidar que el desarrollo que han seguido las ciudades a lo largo del siglo XX es desastroso. Los modelos urbanos que todavía hoy se promocionan –salvo raras excepciones– son ecológica y socialmente insostenibles: las ciudades en las que vivimos no son las ciudades en las que deberíamos vivir. Toda esa dimensión de insostenibilidad que la crítica ecológica ha puesto de manifiesto es real: las ciudades puestas al servicio del automóvil, las ciudades como extractoras de recursos naturales en territorios cada vez más amplios, las ciudades como generadoras de montañas de residuos que los ecosistemas circundantes no pueden absorber, las ciudades con una huella ecológica mil veces superior a su superficie urbana…

Todo eso es insostenible. Las ciudades no pueden seguir siendo como son. Pero una cosa va junto a la otra, lo positivo junto con lo negativo: hay que intentar mirar los dos aspectos a un tiempo, incluso a riesgo de quedarnos un poco bizcos. Se suele recordar en estas ocasiones el proverbio alemán de finales de la Edad Media según el cual Stadtluft macht frei (el aire de la ciudad hace libres). Eso es verdad, al mismo tiempo que es verdad lo otro, que este aire de la ciudad tal como nos rodea ahora es irrespirable, pero las dos cosas son ciertas. La idea por la que uno trabaja cuando hace crítica ecológica, y por lo que trabajan los movimientos ecologistas, es la de ciudades sostenibles, integradas de otra manera en el campo, con un metabolismo diferente entre el campo y la ciudad, y con posibilidades de una experiencia humana mejor para todos.

  • Aparte de la dimensión urbana, en tu poesía se aprecia una preocupación por la naturaleza y por el mundo animal, del que no dudas en tomar algunos rasgos para aplicarlos a la sociedad en la que vivimos.

J. R. – Los animales son importantes para mí. Nuestra relación con los animales es uno de los asuntos en que nuestra moral y nuestras prácticas deberían cambiar radicalmente. Me he ocupado de eso en libros como Animales y ciudadanos, y otros textos sobre ética y animales.

Nosotros somos animales. Lo primero es vernos a nosotros mismos como animales, animales con capacidades y vulnerabilidades específicas, diferentes de estos otros animales que son un poco diferentes de nosotros: que tienen caninos más grandes, o más pelo por el cuerpo, o pueden volar… Si permanecemos cerca de ellos no dejan de enseñarnos cosas sobre nosotros mismos, continuamente. Tenemos una deuda enorme con ellos. Hemos llegado a ser lo que somos en buena parte gracias a los animales. Los perros nos acompañan desde hace más de cien mil años, lo que quiere decir: desde que somos humanos. Otros animales desde hace menos tiempo: desde que somos agricultores los gatos están con nosotros, o bien los otros animales domesticados para la ganadería… En la relación con el animal, tanto con el animal salvaje como con el domesticado, se revela una dimensión profunda de la existencia humana.

A través de ellos recibimos un contacto con zonas de nuestra propia vida y nuestra propia experiencia que están normalmente ocultas, pueden manifestarse a menudo a través de los animales. Desempeñan a veces la función de mensajeros [“El hechicero de Chauvet”].

Nos perdemos mucho si no atendemos a los animales y no buscamos otra relación con ellos, diferente de la explotación y el tormento que hoy marcan la tónica general.

  • A tenor de tus repuestas, uno no sabe si sigue siendo válida la primera pregunta, si es posible continuar hablando de poesía comprometida.

J. R. – A mí me parece indudable, si uno echa una mirada sobre la poesía de los noventa, que hay una serie de autores jóvenes a quienes podríamos etiquetar de “comprometidos”: Enrique Falcón, Antonio Orihuela, Eladio Orta y unos cuantos más (y luego, como suele ocurrir, muchos otros que son peores como poetas aunque tengan buenas intenciones). Eso existe, se trata de un fenómeno real, aunque lo podemos llamar de distintas formas. A uno le gustará más el rótulo tal y al otro le gustará menos. Yo prefiero hablar de poesía que no obvia esa dimensión de conflictos sociales y políticos, y casi mejor hablar de poesía política, cuando viene al caso, que de poesía social, que es un término más vago.

¿Qué dirías sobre el papel del tú?

J. R. – Eros es la gran fuerza de la vida, del lado del deseo. Ahí se muestra algo muy básico, muy primario, y en ese nivel no es diferente al vínculo que uno pueda tener con este perrito, el nexo más momentáneo con una urraca o un petirrojo que aparecen por ahí, o el vínculo con otra persona, con tu pareja, con la persona amada, o incluso –según el tipo de relación que tengas– también con una colectividad en la que estés inmerso. Se puede tener un vínculo erótico con una urraca o con la clase obrera, por fortuna.

Sin duda, luego, podremos determinar la singularidad de cada uno de estos vínculos, por ejemplo en la relación entre hombre y mujer, como lo intenté en un texto que escribí el año pasado, “El enigma del 2” (de Resistencia de materiales). Pero hay por debajo de todos esos nexos un fenómeno común que se llama Eros, y que actúa en diferente niveles.

– ¿Qué opinión te merece el surrealismo?

J. R. – Es sin duda uno de los grandes momentos del devenir humano en el siglo que hemos dejado atrás. Su legado es inesquivable: y no se trata de una caja de juegos reunidos como las que se vendían en las jugueterías de mi infancia, sino de una enorme dilatación de las posibilidades vitales y artísticas a nuestra disposición, de la exploración inicial de vastos territorios por donde aún seguimos internándonos.

Las trayectorias del surrealismo han sido múltiples, como es lógico en los asuntos humanas, y han tenido han tenido más o menos interés en distintos sitios. Hay episodios que han sido poco conocidos pero de una enorme riqueza, como el grupo surrealista rumano que existió durante la II Guerra Mundial y poco tiempo después. También se dan tendencias degenerativas, tics retóricos, estancamientos y autoengaños –como sucede en todas las empresas humanas…

Por otra parte, se trata de una tradición aún viva. Hay un grupo surrealista en Madrid, que publica la revista Salamandra. Yo he ido haciendo amistad con Eugenio Castro, que es uno de los poetas y activistas de este grupo surrealista de Madrid.

Sobre el surrealismo sigo pensando, más o menos, lo que escribí en Poesía Practicable. Esa cantera poética, junto con la estética del material del Brecht de los años treinta, son de las cosas más aprovechables que nos ha legado el siglo XX. Por eso me parece una equivocación el rechazo del surrealismo y de las vanguardias históricas del que hacen gala los poetas “de la experiencia”. Que en revistas como Clarín el sintagma “surrealismo descerebrado” sea recurrente indica algo muy problemático en la cultura poética dominante, me temo.

– En muchas ocasiones, temas y maneras de abordar esa experiencia han hecho que la reciente historia literaria de la poesía haya olvidado a algunos creadores válidos.

J. R. – Podríamos hablar más bien de poetas relativamente olvidados, vale decir, reconocidos tardíamente, o no apreciados en todo lo que merecen. Aquí entrarían poetas tan grandes como Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta, Francisco Pino, Antonio Gamoneda o José Viñals. Poetas imprescindibles que han sido orillados o ninguneados durante decenios, en la república de las letras españolas, tan cicatera muchas veces.